Thomas Vinterberg, un dogmático en equilibrio
Creo que el danés Thomas Vinterberg apunta maneras en este sentido: rompió cuando, junto a Lars Von Trier, fundó Dogma 95. Pero no tardó en comprender que no se puede hacer toda una película con el tomavistas en la mano. Por mucho que a los incondicionales del cine de autor nos apasionase la factura de... Leer más La entrada Thomas Vinterberg, un dogmático en equilibrio aparece primero en Zenda.
Sigo dándole vueltas a esa duda apuntada en la entrega anterior, la dedicada a Emma Cohen, acerca del sentido del cine nacido de la ruptura con la pantalla precedente, cuando la fractura se convierte en canon y dogma, y una tras otra, todas las cintas han de ser rompedoras. Mucho me temo que, de caer en semejante rutina, el afán vanguardista de un realizador se convierte en algo muy semejante a ese adocenamiento en el que se mantiene el Hollywood actual —sagas, segundas partes, reboot—, presto a explotar un éxito de taquilla hasta dejarlo agotado. Se parte con lo anterior una vez. Después, paulatinamente, lo que cumple es que el cineasta vaya adaptando su caligrafía y su discurso en aras de la comunión entre forma y fondo, que a decir de los teóricos es la clave de la narración perfecta.
Mantengo que Vinterberg adaptó precisamente esta novela de Thomas Hardy, y no Tess, la de los d’Urberville (1891), con tanto lustre llevada a la pantalla por Roman Polanski en 1979, porque otro antiguo rupturista, el John Schlensiger del Free Cinema —el nuevo cine inglés de finales de los años 50 y principios de los 60—, también eligió la historia de Betsabé Everdene y sus admiradores para dejar atrás las inquietudes rompedoras de sus primeras filmaciones. Un año después de aquel drama romántico, decimonónico y ambientado en la campiña inglesa, Schlensiger se asentaba en la industria estadounidense —la más comercial del mundo— y, eso sí, filmaba uno de aquellos filmes escabrosos, “para mayores con reparos”, que se estrenaban tarde y en el circuito del arte y ensayo, si se estrenaban: Cowboy de medianoche (1969).
En líneas generales, los firmantes del manifiesto Dogma 95 —además de Vinterberg y von Trier, Kristian Levring y Soren Kragh-Jacobsen— se alzaban contra ese cine de diseño de producción y efectos especiales, contra el que los amantes de los otros cines venimos clamando de antiguo. Aunque en la propuesta de los dogmáticos había ocurrencias como la de la “suprema democratización del cine” —todo arte democratizado raya en la inevitable mediocridad de las masas— a la postre se trataba de volver a esa espontaneidad buscada en su momento por el neorrealismo italiano, la Nouvelle Vague y todas las escuelas novedosas y rompedoras surgidas en los momentos de agotamiento generalizado en la creación cinematográfica.
No obstante la palabrería común a toda formulación estética, hay que insistir en lo atinado del clamor de los dogmáticos. “Dogma 95 tiene como fin luchar contra ciertas tendencias del cine actual —cito textualmente el manifiesto— ¡Dogma 95 es un acto de sabotaje! (…) Actualmente, una tormenta tecnológica está causando furor”.
Sí, Dogma 95 fue efímero, aunque no más que cualquier otra formulación estética. Pero baladí, no. A quien quiso escuchar, le advirtió sobre el abanico de supercherías del cine actual. Nada que ver con aquella imagen pretérita, la de cualquier pantalla anterior a los efectos especiales, que aún ahora, tantas décadas después de su filmación, nos sigue conmoviendo como lo hiciera con los espectadores para los que fue concebida.
A decir verdad, la primera cinta dogmática fue Celebración, una película en verdad innovadora, con una de esas planificaciones extravagantes para la cartelera comercial, pero acertada. Grabada originalmente en video y pasada con posterioridad al 35 mm. canónico para los dogmáticos, este tránsito de la imagen electrónica a la fotoquímica da a los planos —tomada en su origen sin más iluminación que la existente en el lugar, tal y como mandaba el punto cuatro del decálogo— una textura próxima al documental, lo que contribuía a aumentar el dramatismo de su asunto. Éste giraba en torno a una familia, que se reúne en la mansión paterna, para celebrar el 60 aniversario del patriarca. Pero el encuentro acabará por ser un infierno ya que allí saldrán a relucir todas las miserias. Desde los abusos sexuales que el padre cometió con los hijos hasta el incesto entre dos hermanos, todo será expuesto a voces durante el banquete.
Aunque, como algunos críticos señalaron, la acometida contra la burguesía de Thomas Vinterberg ya se había visto en los dramas de Ibsen y Strindberg, e incluso en las películas de Bergman. Más aún, la crítica a la burguesía es un tema clásico desde la novela realista —Honoré de Balzac, Flaubert— y naturalista —Emile Zola— del siglo XIX, en Vinterberg la crítica resulta furibunda.
Todo es por amor (2003) es una interesante fantasía sobre el sentimiento que intentan recomponer una famosa patinadora y un profesor universitario, mientras unas heladas devastadoras presagian una glaciación que traerá el fin del mundo. Ambientada en 2021, aunque estrenada en 2003, estamos ante una historia de amor con un telón de fondo apocalíptico. De modo que estamos ante un asunto muy semejante al de Melancolía, que Lars von Trier estrena en 2011. Los dos antiguos dogmáticos parecen querer abrirse a unas audiencias menos herméticas que las que se congratularon de su cine vanguardista. A tal fin, trabajan con algunos de los actores más destacados del panorama internacional, Trier, entre otros muchos, con Kirsten Dunst y Charlotte Gainsbourg; Vinterberg con Claire Danes. Ninguna de las dos son cintas contadas de una forma tradicional, pero fue Vinterberg el único que no fue aplaudido ni por la crítica ni por el público. Con anterioridad a los insultos racistas hacia varias comunidades, que provocaron su expulsión de Cannes, Trier fue el asimilado por el común de los espectadores y la crítica.
Mucho menos excéntrico, Vinterberg alcanzó la gloria en la primera de sus colaboraciones con Mads Mikkelsen. La caza (2012), el título en cuestión, nos descubrió a un cineasta con una caligrafía equilibrada entre esas licencias, que tanto nos gustan a los amantes de las formas bizarras —porque nos descubren más sugerencias sobre su realización—, pero sin molestar a los que simplemente van al cine a distraerse. Eso en cuanto a la forma; en cuanto al asunto —por así llamar al fondo— se trata de una patada a ese execrable fuenteovejunismo, a ese todos a una, que lleva a condenar a un profesor inocente cuando una niña le acusa gratuitamente, sin saber lo que dice, de lo peor que le hubiera podido acusar. Aunque aquí la sangre no llega al río, estamos anta un linchamiento como en el de Incidente en OX-Bow (William Wellman, 1943), que dejará huellas indelebles en una comunidad de una de esas sociedades del super desarrollo escandinavas.
Ya en esa equilibrada alternancia entre el cine más comercial y el de autor, que a Thomas Vinterberg le fue dada tras su Lejos del mundanal ruido, llegó La Comuna (2016). Título en verdad interesante, su asunto gira sobre esas comunas urbanas, relativamente frecuentes en la Europa de los años 70. Y es allí, en la Copenhague de aquellos días utópicos, donde un matrimonio, integrado por un arquitecto —Erik (Thomsen)— y una periodista televisiva —Anna (Trine Dyrholm)—, recién hereda él la casa de sus padres decide invitar a gente a vivir en ella y formar la comuna en cuestión. El recuerdo de Jonás, que cumplirá los 25 en el 2000 (1976), una de las cintas más celebradas de Alain Tanner —sobre otra comuna— surge inevitable. Y el menda se queda fascinado con esa cámara titubeante con la que rueda los diálogos el danés. O ese plano, subjetivo de Freya (Martha Sofie Wallstrøm Hansen) en el que la hija de los comuneros ve reflejados a sus padres en la pantalla del televisor.
Eso de la colectividad ahora puede sonar aún más improbable que ese fin del mundo propuesto en Todo es por amor. Pero quienes conocimos estos ensayos sociales —que les llamaban los estalinistas— en nuestra remotísima adolescencia, allá en los años 70, sabemos que esas comunas fueron tan ciertas como que todos nos hemos de morir. Durante la emisión de uno de sus informativos, la televisión se va de un plano de Anna a la carta de ajuste. Todas las comunas, inexorablemente, se acababan cuando los comuneros empezaban a marcharse por parejas. Esa carta de ajuste marca el principio del fin de la que nos muestra Vinterberg.
Tras La Comuna llegó Kursk (2018) claramente inclinada hacía la vertiente para todos los públicos. Tanto que versa sobre el hundimiento de un submarino por la ineficacia del almirantazgo ruso. Bueno, no está mal. Al fin y al cabo, Vinterberg es uno de los cineastas más sobresalientes de la cartelera de nuestro primer cuarto del siglo XXI. Su heterodoxia radica en cintas como Otra ronda (2020), una nueva colaboración con Mads Mikkelsen para otra historia peliaguda. En este caso, es la de aquellos alcohólicos de todos los días. Aquellos que creen que solo están a gustito con esos chispazos que nadie nota —los de Vinterberg, además, son profesores— hasta que una torpeza les pone en evidencia delante del personal. Son momentos como esos instantes en los que la ebriedad da paso a una fugaz sobriedad, igual que la locura da un breve lapso a la cordura para que el alienado recobre el juicio lo justo para sufrir lo indecible por su condición.
Thomas Vinterberg, juega con esos momentos como un espanto latente en una cinta de terror. No es de extrañar que Otra ronda fuese merecedora del Oscar al mejor filme de habla no inglesa. Ahora rompe cinta sí, cinta no. Eso sí, la ruptura suele serlo con una convención.
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