Te queremos, nos preocupamos por ti
Mientras la obediencia ciega levanta dictaduras, la desobediencia consciente construye algo parecido a la democracia. Negarse a obedecer lo injusto no solo es legítimo, sino necesario. Un acto de resistencia que define de qué lado de la historia quiere estar cada cual En estos tiempos violentos, tenebrosos, en los que la política se ejerce a través de procesos basados en mentiras y como un espectáculo de imposiciones y decretos que erosionan derechos fundamentales, emerge una forma de resistencia que es una obligación moral: la desobediencia. Aquella desobediencia que se opone a la injusticia, a la discriminación y al abuso de poder. La que nace de la conciencia. En Estados Unidos, algunos funcionarios públicos están negándose a cumplir con las órdenes de Donald Trump. Se niegan a convertir sus ciudades en trampas para inmigrantes, a delatar a sus estudiantes, a perseguir a las personas y colectivos más vulnerables. Esta negativa es un acto de insubordinación necesaria, una muestra de ética y valentía, la defensa de esos presuntos principios democráticos sobre los que, irónicamente, se fundó la nación que Trump representa ahora. Jacob Frey, alcalde de Mineápolis, Minnesota, se ha convertido en un valiente icono de esa desobediencia ética, al anunciar que su administración no colaborará con los agentes federales en la ejecución de deportaciones de inmigrantes, desafiando así las políticas migratorias de Trump. “Quiero hablar directamente al inmigrante indocumentado: te queremos, nos preocupamos por ti. En Mineápolis te defenderemos, haremos lo que esté en nuestra mano para ayudar. No eres un extranjero en nuestra ciudad. Nuestros policías no cooperarán con las fuerzas de seguridad federales. En Mineápolis haremos cumplir las leyes estatales y locales lo mejor que podamos, pero en cuanto a la cooperación con el ICE [Servicio de Inmigración y Control de Aduanas], la respuesta es no”, ha dicho Frey en una rueda de prensa. Si las declaraciones de Trump se extendieron como un virus que contagió las urnas, la intervención de Frey se ha convertido en un ejemplo viral que reconcilia, un poco, con este mundo de violencias. No es el único. Cada vez más hay líderes locales que se suman a la resistencia de Frey y manifiestan, con mayor o menor firmeza, su desobediencia. El alcalde de Denver, Mike Johnston, ha presentado un plan estratégico, basado en de cuatro puntos, para hacer frente a las posibles deportaciones masivas impulsadas por Trump: limitar la colaboración con el ICE; proteger a las personas inmigrantes en áreas sensibles, como escuelas, hospitales e iglesias, convirtiéndolas en espacios seguros; proteger la seguridad de las personas inmigrantes con estatus legal, y crear una red de apoyo comunitario que incluye hogares de acogida. Sobrecoge pensar que hay menores que necesiten casas de acogida porque, en la meca del capital, con un Gobierno de milmillonarios, se han quedado sin techo y protección de forma masiva. Pero la idea de una red de apoyo comunitario resulta mínimamente alentadora. Solo podemos ya confiar en la posibilidad de redes así. En el ámbito educativo también se están posicionando contra estas agresiones a los derechos humanos, desde docentes en colegios a rectores de universidades. Varias instituciones académicas han anunciado ya que no proporcionarán información sobre el estatus migratorio de su alumnado, desafiando así las órdenes federales, que buscan identificar a estudiantes indocumentados para proceder a su deportación. Ese compromiso con la protección de sus comunidades estudiantiles y con la defensa de los valores constructivos de la educación también resultan de aliento en esta época de maldad irrespirable. En Estados Unidos también hay, pues, un funcionariado público que se rebela si se atenta contra los valores de la justicia y los derechos humanos y decide no cumplir sus órdenes. Son personas leales al pacto social, a la dignidad colectiva, a la historia de las luchas que lograron los derechos que hoy se pretenden desmantelar con la frialdad de un cruel decreto. Si más autoridades locales se unen al desafío a las directrices del brutal poder central de Trump, nos estarán transmitiendo algo esencial y que nunca debemos olvidar: la ley no es siempre sinónimo de justicia y la desobediencia civil siempre ha impulsado los grandes cambios sociales. En un país que se ha jactado, soberbia y falazmente, de ser epítome de la libertad, que parte de su ciudadanía se niegue a acatar órdenes injustas, nos deja un mínimo residuo de esperanza. Qué grande resulta esa palabra, esperanza, en estos tiempos oscuros. Sin embargo, así es: la profesora que se niega a denunciar a un estudiante indocumentado, el policía que se niega a colaborar con las redadas migratorias, el alcalde que desafía las amenazas federales representan la esperanza de no estar condenadas a la sumisión. Demuestran que el poder de los malvados, de los tecnóc
Mientras la obediencia ciega levanta dictaduras, la desobediencia consciente construye algo parecido a la democracia. Negarse a obedecer lo injusto no solo es legítimo, sino necesario. Un acto de resistencia que define de qué lado de la historia quiere estar cada cual
En estos tiempos violentos, tenebrosos, en los que la política se ejerce a través de procesos basados en mentiras y como un espectáculo de imposiciones y decretos que erosionan derechos fundamentales, emerge una forma de resistencia que es una obligación moral: la desobediencia. Aquella desobediencia que se opone a la injusticia, a la discriminación y al abuso de poder. La que nace de la conciencia. En Estados Unidos, algunos funcionarios públicos están negándose a cumplir con las órdenes de Donald Trump. Se niegan a convertir sus ciudades en trampas para inmigrantes, a delatar a sus estudiantes, a perseguir a las personas y colectivos más vulnerables. Esta negativa es un acto de insubordinación necesaria, una muestra de ética y valentía, la defensa de esos presuntos principios democráticos sobre los que, irónicamente, se fundó la nación que Trump representa ahora.
Jacob Frey, alcalde de Mineápolis, Minnesota, se ha convertido en un valiente icono de esa desobediencia ética, al anunciar que su administración no colaborará con los agentes federales en la ejecución de deportaciones de inmigrantes, desafiando así las políticas migratorias de Trump. “Quiero hablar directamente al inmigrante indocumentado: te queremos, nos preocupamos por ti. En Mineápolis te defenderemos, haremos lo que esté en nuestra mano para ayudar. No eres un extranjero en nuestra ciudad. Nuestros policías no cooperarán con las fuerzas de seguridad federales. En Mineápolis haremos cumplir las leyes estatales y locales lo mejor que podamos, pero en cuanto a la cooperación con el ICE [Servicio de Inmigración y Control de Aduanas], la respuesta es no”, ha dicho Frey en una rueda de prensa. Si las declaraciones de Trump se extendieron como un virus que contagió las urnas, la intervención de Frey se ha convertido en un ejemplo viral que reconcilia, un poco, con este mundo de violencias.
No es el único. Cada vez más hay líderes locales que se suman a la resistencia de Frey y manifiestan, con mayor o menor firmeza, su desobediencia. El alcalde de Denver, Mike Johnston, ha presentado un plan estratégico, basado en de cuatro puntos, para hacer frente a las posibles deportaciones masivas impulsadas por Trump: limitar la colaboración con el ICE; proteger a las personas inmigrantes en áreas sensibles, como escuelas, hospitales e iglesias, convirtiéndolas en espacios seguros; proteger la seguridad de las personas inmigrantes con estatus legal, y crear una red de apoyo comunitario que incluye hogares de acogida. Sobrecoge pensar que hay menores que necesiten casas de acogida porque, en la meca del capital, con un Gobierno de milmillonarios, se han quedado sin techo y protección de forma masiva. Pero la idea de una red de apoyo comunitario resulta mínimamente alentadora. Solo podemos ya confiar en la posibilidad de redes así.
En el ámbito educativo también se están posicionando contra estas agresiones a los derechos humanos, desde docentes en colegios a rectores de universidades. Varias instituciones académicas han anunciado ya que no proporcionarán información sobre el estatus migratorio de su alumnado, desafiando así las órdenes federales, que buscan identificar a estudiantes indocumentados para proceder a su deportación. Ese compromiso con la protección de sus comunidades estudiantiles y con la defensa de los valores constructivos de la educación también resultan de aliento en esta época de maldad irrespirable.
En Estados Unidos también hay, pues, un funcionariado público que se rebela si se atenta contra los valores de la justicia y los derechos humanos y decide no cumplir sus órdenes. Son personas leales al pacto social, a la dignidad colectiva, a la historia de las luchas que lograron los derechos que hoy se pretenden desmantelar con la frialdad de un cruel decreto. Si más autoridades locales se unen al desafío a las directrices del brutal poder central de Trump, nos estarán transmitiendo algo esencial y que nunca debemos olvidar: la ley no es siempre sinónimo de justicia y la desobediencia civil siempre ha impulsado los grandes cambios sociales. En un país que se ha jactado, soberbia y falazmente, de ser epítome de la libertad, que parte de su ciudadanía se niegue a acatar órdenes injustas, nos deja un mínimo residuo de esperanza. Qué grande resulta esa palabra, esperanza, en estos tiempos oscuros.
Sin embargo, así es: la profesora que se niega a denunciar a un estudiante indocumentado, el policía que se niega a colaborar con las redadas migratorias, el alcalde que desafía las amenazas federales representan la esperanza de no estar condenadas a la sumisión. Demuestran que el poder de los malvados, de los tecnócratas, de los inhumanos no es invulnerable ni ilimitado, que su abuso encuentra resistencia, que no todo está perdido, aunque tengamos la tentación de pensar que sí. Mientras la obediencia ciega levanta dictaduras, la desobediencia consciente construye algo parecido a la democracia. Negarse a obedecer lo injusto no solo es legítimo, sino necesario. Un acto de resistencia que define de qué lado de la historia quiere estar cada cual. Del lado de quien miente y te desprecia. O del lado de quien te dice: “Te queremos, nos preocupamos por ti”.