Reducir la jornada laboral: los retos de una transición equilibrada
El Diálogo Social o la propia negociación colectiva podrían impulsar proyectos piloto en los que empresas voluntarias implementen una reducción drástica de la jornada, permitiendo evaluar sus efectos en productividad, empleo y costes laborales A lo largo de la historia, cada revolución tecnológica ha generado miedos relacionados con la destrucción de empleo. La mecanización, la electrificación y, más recientemente, la digitalización han sido vistas como amenazas para los trabajadores. Sin embargo, el resultado final de estas transformaciones ha sido una reducción progresiva de las horas trabajadas. La historia muestra que estas innovaciones tecnológicas, al aumentar la productividad, han permitido producir más bienes y servicios con menos esfuerzo humano, generando tiempo libre para los trabajadores. Además, la lucha sindical también ha desempeñado un papel importante en este avance, aunque generalmente estos logros solo han sido sostenibles cuando han estado respaldados por mejoras en la productividad. En la primera revolución industrial, se trabajaban jornadas de 12 o 14 horas diarias. Hoy, en las economías avanzadas, las jornadas se han reducido a 40 horas semanales o menos de promedio. Este proceso, sin embargo, no ha sido automático ni lineal, y está directamente relacionado con el crecimiento de la productividad. Cuando la productividad mejora, es posible redistribuir los beneficios económicos en forma de menos horas trabajadas, mayores salarios o una combinación de ambas. Esto ha contribuido no solo al progreso económico, sino también al bienestar social, fomentando un equilibrio entre la vida personal y laboral. En una economía productiva, reducir la jornada puede significar más tiempo para el ocio, la educación y el consumo. Además, las innovaciones tecnológicas buscan constantemente mejorar la eficiencia, permitiendo a las empresas producir más con menos recursos. Este ahorro del trabajo humano libera tiempo y puede estimular la creación de nuevos sectores económicos, ampliando las oportunidades laborales a largo plazo. Sin embargo, es importante entender la dirección de la causalidad en esta relación. Primero aumenta la productividad y, después, caen las horas trabajadas. Esto es clave para evitar falsas expectativas: una reducción de horas no genera automáticamente un aumento de la productividad. Al igual que comprarte ropa de talla pequeña no genera automáticamente que consigas quitarte esos kilos de más. Imponer una reducción de la jornada laboral por Ley sin que la economía haya experimentado previamente un aumento significativo en productividad puede crear tensiones económicas graves. Este tipo de medida, si no está acompañada de un crecimiento adecuado de la productividad, podría traducirse en un aumento de los costes laborales y, en algunos casos, en una pérdida de competitividad. Es necesario introducir algunas correcciones en el trámite parlamentario de la propuesta de reducción de la jornada laboral por ley, que plantea pasar de 40 a 37,5 horas semanales de media en cómputo anual. El objetivo debe ser garantizar una transición equilibrada que evite desajustes económicos y laborales. Según los últimos datos, 14,2 millones de trabajadores superan actualmente las 37,5 horas semanales, lo que equivale al 67% del total de ocupados. Esto subraya el impacto significativo que tendría la medida y la importancia de diseñarla con criterios realistas y sostenibles. Es fundamental cuestionar si una reducción de la jornada laboral es siempre la opción preferida por los trabajadores. Algunos podrían preferir mantener su horario actual a cambio de un mayor salario, en lugar de trabajar menos con ingresos constantes. Imponer una reducción de horas de manera uniforme podría no beneficiar a todos, especialmente a aquellos con mayores necesidades económicas, salarios más bajos o que ya trabajan menos horas debido a contratos parciales. Desde esta perspectiva, la reducción de la jornada máxima legal de 40 a 37,5 horas semanales en cómputo anual debería servir como un marco de referencia flexible dentro de la negociación colectiva, manteniendo el actual límite de 40 horas, al menos durante un periodo transitorio como tope. Esto permitiría generalizar una jornada menor sin impedir que sindicatos y empresas negocien acuerdos adaptados a cada sector. Una regulación rígida podría generar efectos no deseados, perjudicando a los propios trabajadores. Un aspecto clave de esta reforma es que, para poder aplicarla, será imprescindible un control horario efectivo. Este mismo control puede ser una herramienta clave para erradicar las horas extraordinarias no remuneradas, una práctica extendida en algunos sectores que vulnera los derechos de los trabajadores. Si la jornada laboral pasa a estar estrictamente regulada y registrada, también debería garantizarse que las horas extras sean siempre voluntarias y pagadas con un recargo sobre la hora ordin
El Diálogo Social o la propia negociación colectiva podrían impulsar proyectos piloto en los que empresas voluntarias implementen una reducción drástica de la jornada, permitiendo evaluar sus efectos en productividad, empleo y costes laborales
A lo largo de la historia, cada revolución tecnológica ha generado miedos relacionados con la destrucción de empleo. La mecanización, la electrificación y, más recientemente, la digitalización han sido vistas como amenazas para los trabajadores. Sin embargo, el resultado final de estas transformaciones ha sido una reducción progresiva de las horas trabajadas. La historia muestra que estas innovaciones tecnológicas, al aumentar la productividad, han permitido producir más bienes y servicios con menos esfuerzo humano, generando tiempo libre para los trabajadores. Además, la lucha sindical también ha desempeñado un papel importante en este avance, aunque generalmente estos logros solo han sido sostenibles cuando han estado respaldados por mejoras en la productividad. En la primera revolución industrial, se trabajaban jornadas de 12 o 14 horas diarias. Hoy, en las economías avanzadas, las jornadas se han reducido a 40 horas semanales o menos de promedio. Este proceso, sin embargo, no ha sido automático ni lineal, y está directamente relacionado con el crecimiento de la productividad.
Cuando la productividad mejora, es posible redistribuir los beneficios económicos en forma de menos horas trabajadas, mayores salarios o una combinación de ambas. Esto ha contribuido no solo al progreso económico, sino también al bienestar social, fomentando un equilibrio entre la vida personal y laboral. En una economía productiva, reducir la jornada puede significar más tiempo para el ocio, la educación y el consumo. Además, las innovaciones tecnológicas buscan constantemente mejorar la eficiencia, permitiendo a las empresas producir más con menos recursos. Este ahorro del trabajo humano libera tiempo y puede estimular la creación de nuevos sectores económicos, ampliando las oportunidades laborales a largo plazo. Sin embargo, es importante entender la dirección de la causalidad en esta relación. Primero aumenta la productividad y, después, caen las horas trabajadas. Esto es clave para evitar falsas expectativas: una reducción de horas no genera automáticamente un aumento de la productividad. Al igual que comprarte ropa de talla pequeña no genera automáticamente que consigas quitarte esos kilos de más. Imponer una reducción de la jornada laboral por Ley sin que la economía haya experimentado previamente un aumento significativo en productividad puede crear tensiones económicas graves. Este tipo de medida, si no está acompañada de un crecimiento adecuado de la productividad, podría traducirse en un aumento de los costes laborales y, en algunos casos, en una pérdida de competitividad.
Es necesario introducir algunas correcciones en el trámite parlamentario de la propuesta de reducción de la jornada laboral por ley, que plantea pasar de 40 a 37,5 horas semanales de media en cómputo anual. El objetivo debe ser garantizar una transición equilibrada que evite desajustes económicos y laborales. Según los últimos datos, 14,2 millones de trabajadores superan actualmente las 37,5 horas semanales, lo que equivale al 67% del total de ocupados. Esto subraya el impacto significativo que tendría la medida y la importancia de diseñarla con criterios realistas y sostenibles.
Es fundamental cuestionar si una reducción de la jornada laboral es siempre la opción preferida por los trabajadores. Algunos podrían preferir mantener su horario actual a cambio de un mayor salario, en lugar de trabajar menos con ingresos constantes. Imponer una reducción de horas de manera uniforme podría no beneficiar a todos, especialmente a aquellos con mayores necesidades económicas, salarios más bajos o que ya trabajan menos horas debido a contratos parciales.
Desde esta perspectiva, la reducción de la jornada máxima legal de 40 a 37,5 horas semanales en cómputo anual debería servir como un marco de referencia flexible dentro de la negociación colectiva, manteniendo el actual límite de 40 horas, al menos durante un periodo transitorio como tope. Esto permitiría generalizar una jornada menor sin impedir que sindicatos y empresas negocien acuerdos adaptados a cada sector. Una regulación rígida podría generar efectos no deseados, perjudicando a los propios trabajadores.
Un aspecto clave de esta reforma es que, para poder aplicarla, será imprescindible un control horario efectivo. Este mismo control puede ser una herramienta clave para erradicar las horas extraordinarias no remuneradas, una práctica extendida en algunos sectores que vulnera los derechos de los trabajadores. Si la jornada laboral pasa a estar estrictamente regulada y registrada, también debería garantizarse que las horas extras sean siempre voluntarias y pagadas con un recargo sobre la hora ordinaria. Bajo esta premisa, tiene sentido plantear una mayor flexibilidad en el uso de las horas extraordinarias, ampliando el actual tope de 80 horas anuales retribuidas con dinero para facilitar la adaptación de las empresas a la reducción de la jornada. Así, se conseguiría un doble objetivo: evitar abusos y dar mayor margen de ajuste a las compañías sin menoscabar los derechos laborales. En definitiva, la reducción de jornada debe ir acompañada de un marco de negociación colectiva e individual que permita decidir entre trabajar menos o ganar más, sin imposiciones que puedan generar efectos adversos.
Uno de los principales riesgos de reducir la jornada laboral máxima por Ley sin ajustar el salario es el aumento del coste laboral por hora trabajada. Pasar de 40 a 37,5 horas semanales sin cambiar el salario implica un aumento directo del coste por hora de aproximadamente un 6,7%. Esto significa que en el corto plazo las empresas deben absorber ese incremento reduciendo sus márgenes o trasladarlo a los precios de sus bienes y servicios. Mientras que las grandes empresas podrían potencialmente asumir este impacto ajustando sus márgenes, las PYMES —que constituyen la mayoría del tejido empresarial español— enfrentarán mayores dificultades. En caso de no lograr reducir sus márgenes, estas empresas podrían verse obligadas a subir los precios de sus productos o servicios, generando tensiones inflacionarias que afectarían la competitividad de la economía. Por otro lado, en sectores donde la subida de precios no es viable, como los servicios altamente competitivos o de bajo margen, muchas empresas podrían optar por cerrar o reducir su plantilla, sustituyendo trabajo humano por capital. Este ajuste, aunque podría incrementar la productividad a largo plazo, supone en el corto plazo un riesgo de aumento del desempleo. Esto es especialmente preocupante en España, un país con una de las tasas de paro más altas de la Unión Europea. Además de lo ya expuesto, que reconduce la transición equilibrada de reducción de horas de trabajo a la negociación colectiva, se debería, en consecuencia, suprimir la automatización de subida salarial automática de los contratos a tiempo parcial que prevé el proyecto de Ley. En concreto habría que garantizar la proporcionalidad respecto al nuevo tiempo completo, o disminuyendo horas con mismo salario o manteniéndolas con incremento salarial por voluntad de las partes del contrato a tiempo parcial.
Por otro lado, no todos los sectores afrontarán esta transición de la misma manera. Las empresas tecnológicas, en general, cuentan con un mayor margen de maniobra para absorber la medida, ya sea por sus elevados márgenes de beneficio o por su capacidad para incrementar la productividad mediante la automatización y la innovación. Sin embargo, podrían enfrentar un obstáculo importante: la escasez de trabajadores altamente cualificados para cubrir las horas de trabajo que se verán reducidas, lo que podría limitar su capacidad de adaptación.
En el caso de la industria manufacturera, aunque el proceso de automatización y la inversión en capital físico pueden ofrecer soluciones a largo plazo, su situación es más compleja. Este sector compite en un mercado global y, aunque en el pasado ha logrado adaptarse a shocks simétricos —como el aumento del coste energético tras la invasión de Rusia a Ucrania—, en esta ocasión enfrenta un desafío distinto. La reducción de la jornada laboral en España supondrá un incremento de costes que no se replicará en otros países, generando un desajuste competitivo que podría afectar la posición de la industria española en los mercados internacionales.
Sin embargo, las empresas de servicios —como la hostelería, el comercio minorista o el ocio— enfrentarán mayores desafíos. En estos sectores, la productividad está íntimamente ligada al tiempo de trabajo presencial, lo que dificulta la posibilidad de compensar los aumentos de costes con mejoras tecnológicas o organizativas. Además, suelen estar dominados por PYMES con menores recursos para absorber aumentos salariales o adoptar nuevas tecnologías. Como resultado, el sector servicios se posiciona como el más vulnerable ante una reducción abrupta de la jornada laboral, con un riesgo significativo de ajustes a través de reducciones de plantilla o subidas de precios que podrían no ser viables en mercados altamente competitivos. Si un dependiente pasa a trabajar media hora menos al día (de 8 horas a 7 horas y media), ¿Qué pasa con la tienda?, ¿debe abrir media hora menos al día? Y qué pasa con los clientes que iban en esa media hora que ya no existe, ¿se van a la competencia? Una empresa grande puede cambiar los horarios de sus trabajadores para que solapen y tengan que cerrar, pero ¿Qué pasa con las tiendas pequeñas con uno o dos dependientes?
Por último, una reflexión adicional. Cuando mencionamos que una forma de afrontar la reducción de la jornada laboral es a través de la reducción de los márgenes empresariales, no hemos destacado que, en muchos casos, esto puede traducirse en una menor inversión. Muchas empresas, especialmente aquellas con dificultades de acceso al crédito, dependen de la reinversión de sus beneficios para financiar su crecimiento y modernización.
Si la reducción de márgenes, para absorber el coste de la reducción de jornada pagando el mismo salario, acaba limitando la inversión productiva, se estaría afectando directamente al factor clave en todo este proceso: la productividad. Este impacto puede ser especialmente relevante para las empresas de tamaño mediano, que dependen de su capacidad de inversión para expandirse y consolidarse. Dado que uno de los problemas estructurales del tejido productivo español es la baja tasa de crecimiento de las PYMEs hacia empresas de mayor tamaño, cualquier medida que frene esta evolución podría agravar un desafío ya existente, con efectos a largo plazo en la competitividad de la economía.
Desde esta perspectiva, y dada esta heterogeneidad sectorial, es imprescindible respetar las jornadas laborales de los convenios colectivos vigentes e ir incorporando la nueva jornada máxima legal en la futura negociación de cada convenio colectivo, logrando una transición equilibrada guiada por acuerdos entre la parte sindical y empresarial de cada sector o, en su caso, empresa. Y esta nueva negociación debe incorporar mayor flexibilidad horaria, en contrapartida con la tendencia a la reducción de jornada, siendo positivo el refuerzo del registro horario que asegura su adecuada canalización, al igual que en las horas extraordinarias.
En fin, la reducción de la jornada máxima legal, comprometida en el pacto de coalición de Gobierno, puede alcanzarse de manera efectiva a través de una transición equilibrada que respete la negociación colectiva e individual. Este enfoque permitiría adaptar la medida a las particularidades de cada sector y empresa, logrando acuerdos satisfactorios que eviten efectos no deseados en la competitividad y el empleo.
La experiencia en el ámbito laboral y de pensiones ha demostrado que las reformas consensuadas dentro del Diálogo Social tienden a ser más duraderas y eficaces. Lo deseable habría sido alcanzar un acuerdo social entre UGT/CCOO y CEOE-CEPYME de negociación colectiva de reducción de jornada laboral guiando la transición equilibrada y con un mecanismo de garantía: si tras un periodo de tiempo razonable no se ha logrado la reducción de horas deseada, se establecería por ley la jornada máxima acordada. Durante este periodo de transición, el Diálogo Social o la propia negociación colectiva podrían impulsar proyectos piloto en los que empresas voluntarias implementen una reducción drástica de la jornada, permitiendo evaluar sus efectos en productividad, empleo y costes laborales. Estas experiencias servirían como base empírica para ajustar la reforma antes de su implementación generalizada, asegurando que se minimicen los posibles impactos negativos y se maximicen los beneficios para trabajadores y empresas.
Esta fórmula combina la flexibilidad inicial con una garantía de cumplimiento a largo plazo, asegurando que la reducción de jornada se implemente de manera equilibrada, sostenible, y con el mayor consenso posible. Como no ha sido posible un acuerdo social y el Gobierno presenta como proyecto de Ley el acuerdo exclusivamente alcanzado con la parte sindical, es responsabilidad ahora de los grupos parlamentarios reconducir, conforme a todo lo expuesto, la reducción de la jornada laboral a una transición equilibrada con un papel esencial de la negociación colectiva e individual entre los protagonistas de las relaciones laborales, empresas y trabajadores y sus organizaciones de representación de intereses.