Paseando por el tiempo
En la juventud, el tiempo es tan abundante que sería imposible acuñar tanto oro. En términos económicos, cuando un material se presenta en grandes cantidades pierde valor. En la idea del joven, el tiempo no es oro, si acaso bisutería. Para el adulto, el tiempo es un incendio que calcina el futuro. Llegado a una... Leer más La entrada Paseando por el tiempo aparece primero en Zenda.
Hay un dicho famoso: el tiempo es oro. No es del todo cierto, no es válido para todas las edades. El niño desea que el tiempo corra a galope tendido, porque para él apenas se mueve. Para el pequeño, entonces, más que oro, el tiempo es plomo.
Para el adulto, el tiempo es un incendio que calcina el futuro. Llegado a una inconcreta edad tardía, uno tiene una sensación de escasez, de pérdida a manos llenas. Ahora sí, el tiempo es oro. Y no digamos ya para el anciano que sabe que cada amanecer puede ser el último. Decía Manuel Alcántara que el viejo no quiere vivir mucho tiempo, lo que desea es estar vivo el día siguiente. Que las horas sean oro no quiere decir que todas se vivan con intensidad y saboreando lo irrepetible del momento. Se combina la angustia por el paso del tiempo con el no saber qué hacer con el tiempo que llega. Las horas muertas son muchas, tantas como las horas tontas, de manera que la persona derrocha oro a manos llenas, aunque a sabiendas de que está tirando un preciado don. La suprema contradicción se da cuando lamentamos el vertiginoso discurrir de los días y, a la vez, una de nuestras ocupaciones predilectas es matar el tiempo.
Tal vez nadie en lengua española haya escrito sobre el paso del tiempo, ese fuego calcinante, con el arte, el dolor, el vértigo con que lo hizo Quevedo. «Presentes sucesiones de difunto soy», dijo, y tembló la tierra poética. El idioma francés tiene entre sus escritores a quien es probable que sea el mayor obseso temporal de las letras universales, Marcel Proust. El fecundo novelista quedó encerrado en la cárcel de oro del tiempo. Invirtió la moneda de su presente radiante y precario en billetes para hacer excursiones al pasado. Y el futuro solo le interesó como portador de nuevos cheques de tiempo, letras de cambio con que seguir retornando al ayer.
Proust se pasó buena parte de su vida acostado, con lo que hubiera sido un guiño muy siglo XX que su obra hubiera llevado por título En busca del tiempo dormido. Como lector, yo imagino la felicidad de haber colocado un adjetivo con maña proustiana, de haber silueteado una frase honda y subordinada, hecha de cañadas, participios, amagos y requiebros. Mastico su apellido, lo devoro sin prisa. Ser quien le lee, quien paladea sus hallazgos, quien se extravía en sus párrafos. Gozar del privilegio, que no tuvieron los antiguos, de que mi mirada se pierda, allá lejos, en su prosa. Y en los momentos de desvalimiento, pensar en Marcel, e imaginarlo como lo que acaso fue, un eterno descontento, que se sacó de la manga una luna literaria para anular el sol de la realidad, que le achicharraba y le doraba de desdicha.
En Francia, a finales del XIX y en las primeras décadas del XX vivió un tipo enfermizo, que se pasó muchas horas tumbado. Nada nos hace pensar que fuera un hombre satisfecho, más bien al contrario. Sin embargo, nos ha legado una obra hecha de palabras lentas, exquisitas y admirables. Una fantástica caminata impresa que es una invitación al deleite, ese hermano menor de la jactanciosa felicidad. Proust puso una bomba contra el tiempo, el que nos envenena, el que nos mata. Algunas raras tardes nos dejamos caer en sus páginas y olvidamos los infortunios de la vida y el miserable tic tac de los relojes.
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