La soledad de Israel

«Llegué a Israel justo después del 7 de octubre. En el aeropuerto Ben Gurión, las alarmas sonaban a un ritmo constante. Tel Aviv y Jerusalén parecían ciudades muertas, congeladas a pesar del verano tardío», señala el filósofo Bernard-Henri Lévy que reflexiona en su último ensayo sobre el significado histórico del país. La entrada La soledad de Israel se publicó primero en Ethic.

Ene 26, 2025 - 13:30
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La soledad de Israel

Llegué a Israel justo después del 7 de octubre. En el aeropuerto Ben Gurión, las alarmas sonaban a un ritmo constante. Tel Aviv y Jerusalén parecían ciudades muertas, congeladas a pesar del verano tardío.

Sederot, ciudad mártir en muchas otras ocasiones, situada en la frontera con Gaza, también estaba vacía. Casi todos sus habitantes se habían marchado. Yo conocía la ciudad.

Por principios, intento visitarla en cada uno de mis viajes desde hace veinte años.

Y, en 2009 y 2014, durante las dos guerras anteriores de Gaza, la época en la que vivíamos 24 horas en refugios, bajo los proyectiles, me quedé aún más tiempo por exigencias de nuevos reportajes. Jamás la había visto tan devastada.

Jamás me habría imaginado ver, a la entrada de la ciudad, en medio de la carretera vacía de Menájem Beguín, el cadáver de un yihadista abatido y cubierto con una lona azul que dejaba entrever, en un trapecio de sol, unas piernas ennegrecidas, cubiertas de hormigas y en proceso de putrefacción.

Ni encontrarme cara a cara, ante la incendiada comisaría de policía de la que solo quedaba la estructura, con mi tocayo, periodista de Haaretz y muy crítico con Israel, Gideon Lévy…Tengo bastantes tocayos. Tuve la oportunidad, junto a muchos de ellos, de charlar sobre las bromas acerca de la existencia de un «espíritu del judaísmo» que coloca bajo el mismo nombre destinos judíos de lo más dispares. Pero este Lévy… No habría podido imaginar darle la mano y estar en sintonía con él, pasando por alto nuestros roces anteriores… Reunirnos junto a bomberos, policías, soldados del Tsahal llegados esa misma mañana o miembros de la reserva que habían acudido por su cuenta porque un familiar, un amigo o un compañero de regimiento les había llamado desde una cámara acorazada para decirles (y para algunos de ellos fueron sus últimas palabras), susurrando: «Los lobos han entrado en la ciudad. Lo sabemos. Los escuchamos. Están en el jardín, el salón, la habitación de los niños. Ahora mismo, mientras nos atrincheramos, están intentando forzar la cerradura»… Esto tampoco lo habría imaginado.

En los kibutz fue aún peor.

Yo los conocía desde hacía tiempo.

Sabía que eran el bastión de ese sionismo laico, liberal y pacifista que fue, desde 1967 y la guerra de los Seis Días, mi primer vínculo con Israel.

A Kfar Aza, por ejemplo, llegué con Ely Ben-Gal, intelectual progresista salvado de la Shoah por un Justo entre las Naciones de Chambon-sur-Lignon que, pocos meses antes, había trasladado a Sartre y Beauvoir.

En Be’eri, el kibutz vecino, me hospedé en casa de unos judíos kurdos cuyo mayor sueño era retomar la convivencia con sus hermanos árabes. Sueño que, según me contaron, la tiranía de Sadam Huseín había roto en su Irak natal.

No puedo olvidar el olor a leche agria que impregnaba las casas llenas de metralla, deshechas y medio quemadas

Y, a pesar de que yo llegué tras los primeros reportajes de las cadenas israelíes, a pesar de que los equipos de Zaka, la ONG encargada de llevar a cabo la santa tarea de encontrar los pedazos de cuerpos perdidos con el objetivo de darles, una vez unidos, sepultura humana y judía, habían estado antes que yo y habían inhumado a la mayoría de ellos, no puedo olvidar el olor a leche agria que impregnaba las casas llenas de metralla, deshechas y medio quemadas que, con sus armarios de haya cuyo humilde contenido había sido robado, parecían haber sobrevivido a un huracán. Tampoco olvido las calles diseñadas con muy buen gusto, bordeadas por coquetas casas y jardines intactos en los que ya no se oía el sonido de una voz humana o el canto de los pájaros, ni olvido los testimonios de los supervivientes y salvadores que contaban cómo tuvieron que recoger cadáveres, algunos de ellos decapitados o despedazados, otros carbonizados o llenos de balas, con las manos destrozadas, como si hubieran peleado hasta el último aliento. Ni mucho menos el cobertizo en el que se habían depositado los pedazos de cuerpos sin asignar que acababan de recoger. Trozos amontonados, carnes entremezcladas, olor denso.

Más tarde, conocí a algunas familias de rehenes. Me recordaban a los padres del soldado Shalit, a los que visité quince años antes, en una casa parecida. Volví a ver a los padres de Daniel Pearl, a los que conocí en Encino, California, durante los primeros días de la investigación durante la cual seguiría el rastro del joven periodista judío secuestrado, intentando reconstruir sus últimos días y acercarme lo máximo posible a los yihadistas de al-Qaeda que, finalmente, lo decapitaron. Vi en todos la misma desesperación. En todos la misma incredulidad y dificultad para encontrar las palabras y, cuando por fin daban con ellas, todos repetían las mismas frases: nosotros, los supervivientes… De nuevo, supervivientes… Estamos dispuestos a darlo todo, hasta nuestra vida, por que pueda regresar un bebé secuestrado que no tiene biberones, una hermana cuyo cuerpo semidesnudo, ensangrentado, tirado como un paquete en la parte de atrás de una furgoneta hemos podido ver en las redes sociales, o una abuela cuyos secuestradores no le han dado tiempo de despedirse de sus seres queridos…


Este texto es un fragmento de ‘La soledad de Israel’ (La esfera de los libros, 2024), de Bernard-Henri Lévy. 

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