Elogio a la entereza
Portada: Detalle de ‘Ramón del Valle-Inclán’, de Juan de Echevarría. El compositor Fred Ballinger —interpretado por Michael Caine en La juventud— llega a confesar que la música no necesita de las palabras, y por eso se siente cómodo en su abrazo. Percepción similar mostró John Paul Larkin, quien sintió el piano como una vía de... Leer más La entrada Elogio a la entereza aparece primero en Zenda.
Portada: Detalle de ‘Ramón del Valle-Inclán’, de Juan de Echevarría.
Al comienzo no hay nada. Oscuridad, un manto que lo envuelve todo alrededor. Un instante después, se hace la luz. El foco ilumina una porción de realidad, una que se encuentra impregnada de teclas de un blanco prístino, acompañadas de sus hermanas menores, de tez negra. Hay un silencio deseado, lleno de expectación. Ahora se pueden apreciar más luces repartidas por aquella estancia, como luciérnagas perdidas en islas. En el aire se observan ciertas aureolas de humo que se desprenden de cigarrillos. Se apagan y encienden, se avivan y relajan. El brillo de los ojos está dirigido hacia aquello que está envuelto por el haz del foco. Y empieza aquello por lo que han estado esperando. Empieza la música. Y ésta utiliza a la literatura como coartada en su balada.
Su única ancla en la vida fue la música, más bien el jazz. Desde que aprendió a los doce años a tocar el piano, utilizó este instrumento para tocar como profesional en garitos y clubes de Los Ángeles durante los años 70 y 80, época en la que también quedó fascinado por ensayos de Michel Foucault y Theodor Adorno. La espiral de las drogas en la que se hallaba le siguió hundiendo más y más en una oscuridad mortal, perdiéndose a sí mismo. Pero hubo dos acontecimientos que le consiguieron sacar de ese mar de negrura: la muerte de su amigo Joe Farrell —como una advertencia— y el amor de su esposa Judy —como un salvavidas—.
El Berlín de los nacientes noventa se convirtió en terreno sólido para empezar una nueva etapa, tanto personal como profesional. Siguió como pianista, haciendo giras por hoteles europeos, donde la recepción del jazz era más que acogedora. Estaba agradecido por el cariño del público. Las emociones son parte central de todos nosotros; son el motor que pone en funcionamiento cada una de las decisiones tomadas. Y Larkin estaba siendo el centro de ese revoltijo emocional. Después de la ovación recibida en el Café Moscow tras tocar «On the Sunny Side of the Street», su mujer le animó a incorporar letras a sus piezas musicales. Y poco después hizo lo mismo su agente, Manfred Zähringer, quien le sugirió que probase mezclar el scat con la música disco y el hip hop.
Los miedos y ansiedades de la infancia retornaron. El pasado estaba otra vez en la esquina más próxima. Su tartamudez le impedía mantener una conversación cotidiana. No podía expresarse con fluidez ni con la claridad que quisiese. Él era música, no palabra. Pero había comenzado un nuevo trecho de ese camino llamado vida. Así pues, pese a ser reacio, Larkin aceptó hacerlo. Temía que la gente se diese cuenta de su problema, de su afección. Judy no lo veía así: él debía mostrar su tartamudez y hacer que aquellos niños que sufrían lo mismo que él lo viesen como algo de lo que no debían sentirse inferiores, desplazados ni repudiados. Nadie nace queriendo tener diabetes, lupus o glaucoma. Se debe afrontar con la mejor actitud.
Así llegó y grabó su primer sencillo: «Scatman (Ski-Ba-Bop-Ba-Dop-Bop)». Al año siguiente debutó con su álbum Scatman’s World, vendiendo millones de copias alrededor del mundo. Con 53 años el pianista Larkin se convirtió en el rapero Scatman John. Un año después llegó el álbum Everybody Jam! teniendo un éxito inmejorable en Japón. Hasta las latas de Coca-Cola tuvieron un diseño suyo. Su estilo próximo al surrealismo de René Magritte —con bigote, bombín, traje y corbata— le asemejó a El hijo del hombre. Era un hombre corriente y normal, con algo que ocultar. Todo el mundo —o la mayoría— se encuentra en una tesitura similar, y eso lo hace más sorprendente. Su camino al éxito fue convertir su mayor problema en su mayor virtud. Sin embargo, esta etapa de éxito fue breve pues, a punto de cambiar de milenio, en 1999, fue trasladado a cuidados intensivos por el cáncer de pulmón que le diagnosticaron el año anterior. La muerte le visitó el 3 de diciembre en su casa de Los Ángeles.
En el mundo clínico hay individuos que presentan síndrome de Tourette y, pese a tics motores y vocales que influyen en su rutina diaria, saben aprovechar dicha peculiaridad. Están más activos, hacen que su trabajo sea más singular, aunque tiene su lado negativo, hasta el punto de que el tourettismo les posea por completo y sean tan solo un amasijo de tics, sufriendo el rechazo social. Los afásicos pueden llegar a alcanzar la capacidad de identificar la expresión de la comunicación, su esencia. Son capaces de discernir la verdad detrás de las palabras.
Hay casos de personas que, tras sufrir ictus, muestran una actitud más risueña que la que presentaron a lo largo de su “anterior” vida. Son más divertidos, dicen disfrutar más de los pequeños momentos. Hay daltónicos que se sorprenden de ello de forma casual en un rutinario reconocimiento médico, pues para muchos de ellos la vida se ha vestido de esos colores desde su amanecer.
¿Hasta qué punto una lesión o afección puede ser beneficiosa, una pérdida de armonía útil? Quien sabía de esto era el neurólogo Oliver Sacks, recogiendo experiencias (y vivencias) de pacientes en obras como Un antropólogo en Marte.
Aunque si uno se para a reflexionar sobre la definición dada por la OMS sobre qué es salud, encontrará más que interesante que se exponga como el “estado de completo bienestar físico, mental y social y no solamente la ausencia de afecciones o enfermedades”. Tu enfermedad o afección, en el caso de ser crónica, desgraciadamente va a seguir ahí, pesando cual maldición. Por ello hay que aprender a convivir con ella, sentir sus propiedades. Conocerla para afrontarla. Es la parte de la sombra que arrastramos. Hay que aceptarlo para poder, de verdad, vivir.
Así lo hizo Aldous Huxley.
Debido al padecimiento de queratitis punteada bilateral, la cual ocasiona opacidad de las córneas, con 16 años Huxley se halló en una encrucijada. Tenía en mente formarse en Medicina, por lo que se encontraba estudiando en el Eton College, escuela británica de elevado prestigio. Sin embargo, debido a la queratitis —como llegó a confesar en una entrevista con The Paris Review— estuvo varios años de su juventud casi completamente ciego. No podía hacer nada, salvo escribir y, aun así, no podía leer lo que escribía. Una vida que pareciese perder su rumbo, pero que aprendió a asumir su situación y luchó contra la queratitis sufrida, sabiendo que debía replantear su existencia y sueños; debía afrontar la ceguera el resto de su devenir, dependiendo al principio del Braille para la lectura y de un guía para pasear.
Al no darse por vencido, Huxley se formó en el método del médico W. H. Bates: una terapia alternativa dirigida a la mejora ocular a través de consejos como no emplear gafas, trabajar con luz solar natural o realizar ejercicios con los ojos. Hay que señalar que el método Bates ha sido rechazado por la comunidad científica —debido a que ningún entrenamiento puede modificar la refracción del ojo—, pero estas experiencias Huxley las plasmó en su ensayo El arte de ver, un símbolo de gratitud. Recuperó parte de su visión, aunque mantuvo dificultades oculares. Lo soportó con entereza.
Así lo hizo Ramón María del Valle-Inclán.
En julio de 1899 Valle-Inclán perdió su brazo izquierdo debido a una fractura ósea que no podía tratarse en la época, producida tras un acalorado debate con el periodista Manuel Bueno en el Café de la Montaña, quien le atizó con su bastón (hay otras hipótesis sobre cómo ocurrió esta pérdida, viniendo de Valle-Inclán). Pese a la situación y las complicaciones derivadas de la situación, para el autor gallego esto no hizo más que reafirmar su figura esperpéntica, sin guardarle rencor a Manuel Bueno, y permitiéndole confeccionar historias surrealistas sobre su pérdida, acrecentando la leyenda que oscilaba sobre su figura. Además, según él, «el brazo de escribir es el derecho».
No mostró el mismo optimismo Christy Brown. Desde su nacimiento padeció parálisis cerebral, lo que le impedía moverse, con la única excepción de su pie izquierdo. Este hecho le irritaba —el depender de los demás—, sin poder asumir del todo su problema, llegando a sufrir por el alcoholismo. Fueron pocos sus momentos de felicidad. Aun así, con una voluntad robusta, e interesado por el arte en general, aprendió a escribir y dibujar empleando la única extremidad que podía utilizar, gracias a la ayuda de su madre y de una asistente social. Así escribió obras como Mi pie izquierdo o Sombra de verano. La pintura y la literatura fueron su modo de expresión y legado, su catarsis, como fue en el caso de Christopher Nolan, quien pese a su parálisis cerebral tetraparésica logró obtener el Whitbread Book Award con su autobiografía Under the Eye of the Clock.
Esa entereza vinculada a la imaginación y al poder de la palabra la han mostrado otros tantos, desde Virginia Woolf, pasando por Helen Keller o Flannery O’Connor, hasta llegar por ejemplo a Jorge Luis Borges. Mostrar, afrontar, convivir con los problemas y defectos, buscar luz en el mar de la oscuridad reinante, donde los problemas no desaparecen.
La muerte les visitó a todos ellos. No sabemos qué sería aquello que les rondase por la mente en sus últimos instantes, en sus últimas caladas de aire, en sus últimos latidos rítmicos y poéticos. Pero podemos, en todo caso, agarrarnos a las palabras (de las que rehuía Scatman John en un primer momento) que declama Morgan Freeman, encarnando al viejo boxeador (ciego de un ojo) Eddie Dupris en Million Dollar Baby: «La gente muere todos los días, Frankie. Limpiando suelos, lavando platos. ¿Y sabes cuál es su último pensamiento? “Nunca tuve mi oportunidad”. […] Si muere hoy, ¿sabes cuál sería su último pensamiento? “Creo que lo he hecho bien”. Sé que yo podría descansar con eso».
La entrada Elogio a la entereza aparece primero en Zenda.