Es hora de huir de la tributación woke
El reciente pronunciamiento del Tribunal Fiscal de la Nación en orden a la discusión constitucional de la aplicación del impuesto a la riqueza creado para paliar los efectos del Covid-19 en un trust irrevocable nos invita a reflexionar respecto de ciertos alcances del fallo, más allá de las notas que la doctrina especializada publicará sobre el tema.Se discutía la aplicación del impuesto a las grandes fortunas aun cuando los bienes del contribuyente habían sido transferidos a un fideicomiso. El Tribunal Fiscal fue implacable: “Si no hay capacidad contributiva, no hay impuesto”; lo que era obvio, por cuanto no había bienes que manifiesten tal aptitud tributaria, ya que habían sido transferidos con carácter irrevocable aun antes de la existencia misma del denominado aporte solidario y extraordinario (ASE).La justicia social resulta posiblemente uno de los asuntos más abordados por la literatura universal y el conocimiento humano. Todos han tenido –en más o en menos– un núcleo duro acordado: la realización digna de la persona. El concepto mismo de justicia.Nadie entonces moralmente íntegro podría soslayar las desigualdades sociales y no favorecer –de alguna forma honesta– su disminución. Si bien la sociedad debiera “arreglar” tal coyuntura, sostiene Rawls en su clásica obra Teoría de la Justicia, omite señalar quién llevaría adelante semejante tarea y con qué herramientas. El gran desafío es quién se erige entonces como garantizador de ese “arreglo social”: ¿el gobierno es la solución? ¿O, a rigor de la verdad, parte del problema? Ni hombre de sistema ni tablero de ajedrez, como sostuviera Smith. La realidad empírica demuestra muchas veces que lo que el Estado toca, lamentablemente, lo destruye en regulaciones limitativas de la libertad y la propiedad privada. La puja romántica entre “las ideas deseo” y las “ideas viables”. La “deseabilidad” versus la “viabilidad”. Es decir que, mientras la redistribución de la riqueza resulta posiblemente el centro nuclear de la justicia social, nadie se ha ocupado demasiado en decir la verdad y visualizar el costo presupuestario de esos derechos. La falaz idea de las prestaciones “gratuitas”.El impuesto a la riqueza creado resultó la manifestación más explícita de lo expuesto: la idiota idea de redistribuir riqueza “transfiriendo” desde quienes “más tienen” a “los que menos tienen” de modo confiscatorio. Un delirio por dos razones. Una, porque recaudó apenas el 60% de lo previsto sin que haya hoy una sola rendición de a dónde fue esa recaudación. La segunda, porque este tipo de políticas de “apriete fiscal” genera en “los ricos” la reacción contraria. Es decir, o transfieren sus riquezas a otras jurisdicciones menos gravosas o bien se mudan personal y fiscalmente a otra jurisdicción, como resultó en muchos casos a Uruguay. O, por el caso, discutan el tributo ganando tiempo al licuar viciadas pretensiones fiscales por los fenómenos inflacionarios creados por el propio gobierno. No son piezas de ajedrez estáticas. La falaz idea del legislador de subestimar.Seguramente los municipios tomarán nota también del fallo a la hora de replanificar su voraz legislación en materia de tasas para no espantar inversiones. ¡Porque el inversor o no invierte o simplemente huye!En síntesis, se trata de la falacia de la justicia social y la redistribución de la riqueza. Es hora de huir de la tributación woke.ßProfesor de la Maestría en Derecho Tributario de la Universidad Austral
El reciente pronunciamiento del Tribunal Fiscal de la Nación en orden a la discusión constitucional de la aplicación del impuesto a la riqueza creado para paliar los efectos del Covid-19 en un trust irrevocable nos invita a reflexionar respecto de ciertos alcances del fallo, más allá de las notas que la doctrina especializada publicará sobre el tema.
Se discutía la aplicación del impuesto a las grandes fortunas aun cuando los bienes del contribuyente habían sido transferidos a un fideicomiso. El Tribunal Fiscal fue implacable: “Si no hay capacidad contributiva, no hay impuesto”; lo que era obvio, por cuanto no había bienes que manifiesten tal aptitud tributaria, ya que habían sido transferidos con carácter irrevocable aun antes de la existencia misma del denominado aporte solidario y extraordinario (ASE).
La justicia social resulta posiblemente uno de los asuntos más abordados por la literatura universal y el conocimiento humano. Todos han tenido –en más o en menos– un núcleo duro acordado: la realización digna de la persona. El concepto mismo de justicia.
Nadie entonces moralmente íntegro podría soslayar las desigualdades sociales y no favorecer –de alguna forma honesta– su disminución. Si bien la sociedad debiera “arreglar” tal coyuntura, sostiene Rawls en su clásica obra Teoría de la Justicia, omite señalar quién llevaría adelante semejante tarea y con qué herramientas. El gran desafío es quién se erige entonces como garantizador de ese “arreglo social”: ¿el gobierno es la solución? ¿O, a rigor de la verdad, parte del problema? Ni hombre de sistema ni tablero de ajedrez, como sostuviera Smith. La realidad empírica demuestra muchas veces que lo que el Estado toca, lamentablemente, lo destruye en regulaciones limitativas de la libertad y la propiedad privada. La puja romántica entre “las ideas deseo” y las “ideas viables”. La “deseabilidad” versus la “viabilidad”. Es decir que, mientras la redistribución de la riqueza resulta posiblemente el centro nuclear de la justicia social, nadie se ha ocupado demasiado en decir la verdad y visualizar el costo presupuestario de esos derechos. La falaz idea de las prestaciones “gratuitas”.
El impuesto a la riqueza creado resultó la manifestación más explícita de lo expuesto: la idiota idea de redistribuir riqueza “transfiriendo” desde quienes “más tienen” a “los que menos tienen” de modo confiscatorio. Un delirio por dos razones. Una, porque recaudó apenas el 60% de lo previsto sin que haya hoy una sola rendición de a dónde fue esa recaudación. La segunda, porque este tipo de políticas de “apriete fiscal” genera en “los ricos” la reacción contraria. Es decir, o transfieren sus riquezas a otras jurisdicciones menos gravosas o bien se mudan personal y fiscalmente a otra jurisdicción, como resultó en muchos casos a Uruguay. O, por el caso, discutan el tributo ganando tiempo al licuar viciadas pretensiones fiscales por los fenómenos inflacionarios creados por el propio gobierno. No son piezas de ajedrez estáticas. La falaz idea del legislador de subestimar.
Seguramente los municipios tomarán nota también del fallo a la hora de replanificar su voraz legislación en materia de tasas para no espantar inversiones. ¡Porque el inversor o no invierte o simplemente huye!
En síntesis, se trata de la falacia de la justicia social y la redistribución de la riqueza. Es hora de huir de la tributación woke.ß
Profesor de la Maestría en Derecho Tributario de la Universidad Austral