El niño feral
Perdidos, sustraídos o abandonados por sus padres, en muchos aspectos puede decirse que estos pequeños desdichados fueron bastardos de toda la humanidad, pues no hubo nadie que se preocupase de su crianza, y quienes repararon en su ausencia enseguida se olvidaron de su desaparición. Supervivientes natos, nunca mejor dicho, fueron capaces de sobreponerse a condiciones... Leer más La entrada El niño feral aparece primero en Zenda.
“Ferales” dícese de los niños —y niñas, como Marie-Angélique le Blanc— que han crecido como las fieras, aislados del resto de la gente. Más frecuentes en diversas mitologías que en los empirismos, fueron menos de los que parece, pero los hubo. Uno de ellos fue Victor de Aveyron, así llamado porque fue encontrado por un par de cazadores, de montería en este bosque de la localidad francesa de Laucane —casi en las faldas de los Pirineos— otro 29 de enero, el de 1799.
Desde el mito fundacional de Roma, que nos habla de Rómulo y Remo criados por la loba Luperca, después de que Amulio ordenase su muerte en la idea de que cuando los gemelos crecieran le arrebatarían el trono de Alba Longa —la legendaria ciudad del Lacio, origen de la Liga Latina—, hasta el concepto del buen salvaje de Rousseau, los niños ferales eran, y lo siguen siendo, un mito de la humanidad desde sus primeros documentos escritos. Es decir, desde los primeros capítulos de la Historia. De hecho, hay quien ve a un primer niño feral en Enkudi, el hombre primitivo y salvaje llamado a ser compañero de aventuras del rey y héroe de la mitología sumeria Gilgamesh. Y en una primera apreciación, niños que sobrevivieron al abandono, para crecer y enfrentar un destino singular, lo fueron Edipo —el rey mítico de Tebas abandonado por su padre, temeroso de la profecía que rezaba que su propio hijo habría de asesinarle— y Moisés —arrojado a las aguas del Nilo por orden del faraón—, si bien, en ambos casos, ni el rey ni el profeta fueron criados por las fieras. Muy por el contrario, lo fueron en palacios. Edipo fue recogido y educado por la reina de Corinto; Moisés, luego de que su madre lo introdujese en una canastilla, que flotó lo suficiente para que el futuro profeta fuese salvado de las aguas por la hija del mismo faraón que había ordenado la muerte de todos los niños hebreos.
Por eso, aquel 29 de enero de hace 228 años fue un momento estelar para la humanidad por el milagro del pequeño Víctor capaz de sobrevivir a la intemperie y al margen de la grey. Pero, muy especialmente, fue un milagro para quienes, como Rousseau, creían en la bondad innata del ser humano. A decir de este enciclopedista, el individuo nace bueno y libre. Pero la sociedad y la civilización lo corrompen.
Llamado Victor por el primer tutor que se hizo cargo de él —el doctor Jean Itard—, aquel desdichado —o aquel hombre feliz, según el prisma de cada uno—, aparentaba tener 12 o 13 años. Los lugareños ya le habían visto rondando por los alrededores, buscando bellotas y tubérculos para su sustento. Su dieta era sencilla aunque, ya “civilizado”, no le hacía ascos a los alimentos cocinados cuando finalmente le capturaron, iba totalmente desnudo y parecía inmune al calor y al frío. Lo encerraron en la cabaña de una viuda y el muchacho, que, con o sin educación, era perfectamente consciente de que el primer deber de todo cautivo o prisionero es escapar, puso en ello todo su empeño. Una semana después de aquel encierro, lo consiguió y volvió a los Pirineos. Pero ya había llamado la atención de las mentes más preclaras de la Ilustración. Francia recién salía de su revolución y su caso despertó el interés de un ministro, que ordenó el traslado del niño feral a París
La palidez de su piel, infrecuente en los que viven a la intemperie, constantemente expuestos a la inclemencia del tiempo, y las numerosas cicatrices que Victor de Aveyron mostraba su cuerpo, hicieron que los más suspicaces, tras el júbilo del hallazgo por parte de los cazadores, se preguntasen si estaban ante un niño feral o un niño martirizado. ¿Habría algún sentido moral en él?, se preguntaban las mentes más preclaras de la Edad de la Razón.
El Mowgli de Rudyard Kipling y el Tarzán de Edgar Rice Burroughs —acaso las más celebradas aportaciones de la novelística al mito del niño feral— aún estaban por llegar. Aquellos de Victor de Aveyron —hay que insistir— eran los días de la Ilustración: aunque según el cómputo de los años el siglo XVIII ya estuviera en sus postrimerías, el Siglo de las Luces estaba en su apogeo. Jean Itard, su tutor legal —cuyo afán inspiró al gran François Truffaut El pequeño salvaje (1970), una de las mejores cintas que dedicó a la infancia—, legó a la posteridad las notas correspondientes a su trabajo. En ellas no oculta su decepción. Aunque Victor hizo algunos progresos, no llegó a aprender a hablar y siempre fue menos sociable que el mayor de los misántropos. El Siglo de las Luces quedó atrás y la humanidad siguió teniendo uno de sus grandes mitos en los niños ferales. Algunos fueron criados por lobos o monos. Aunque los casos documentados son raros y a menudo envueltos en leyendas, siempre han sido objeto de fascinación por cómo afecta al desarrollo del individuo la falta de interacción con sus congéneres. Raramente se llega al lenguaje y a la socialización. Ese afán de escapar que tuvieron todos nos lleva a pensar que prefieren la muerte a la grey, siempre opresora del individuo, civilizada pero siempre gris.
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