Perdiendo la cabeza

La cabeza perdida Como la lluvia en Madrid Cuando llueve en Madrid la ciudad se desconcierta, se vuelve torpe, tropieza por las esquinas y descuida sus costumbres. Los paraguas se despliegan inseguros y los coches dudan en los semáforos como si en vez de ante un paso de cebra se encontraran ante un abismo. La... Leer más La entrada Perdiendo la cabeza aparece primero en Zenda.

Ene 28, 2025 - 00:38
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Perdiendo la cabeza

La cabeza perdida

Cuando en 1888 se procedió a la exhumación del cadáver de Goya en el cementerio bordelés de La Chartreuse, los allí presentes descubrieron con gran sorpresa que al cuerpo le faltaba la cabeza. Se interrogó entonces a los pocos testigos que aún quedaban vivos ―personas que habían presenciado el fallecimiento del pintor, o que lo habían velado o participado en sus exequias―, se removió cielo y tierra y se hicieron todas las pesquisas que era posible llevar a cabo, pero nadie consiguió averiguar qué había ocurrido para que aquel pobre esqueleto emergiera de las catacumbas, tantos años después, tan misteriosamente decapitado. Un telegrama llegado a Burdeos desde Madrid con rúbrica del Gobierno español ―«Envién de vuelta a Goya, con cráneo o sin él»― puso fin a la cuestión de manera taxativa. El pintor, o lo que quedaba de él, pudo regresar al fin a España, pero no por eso terminaron sus infortunios póstumos. Primero le dieron sepultura en la Colegiata de San Isidro ―el imponente templo que se levanta en la calle de Toledo y que tuvo durante un tiempo rango catedralicio, antes de que la diócesis tomara la triste de decisión de sustituir sus aposturas barrocas por las destemplanzas contemporáneas de la Almudena― y después lo trasladaron a un panteón del Cementerio Sacramental próximo a la Ermita del Santo que se había construido ad hoc con el fin de cobijar los restos de un puñado escaso de personalidades ilustradas. Goya debería haber reposado eternamente allí, en la compañía de Moratín, Meléndez Valdés y Donoso Cortés, pero las autoridades pertinentes terminaron decidiendo que tampoco aquél era un gran sitio. No anduvieron desencaminadas a la hora de buscarle al artista una última morada que estuviera a la altura de su grandeza, porque determinaron enterrarlo de una vez y para siempre en el lugar en el que continúa en nuestros días: la ermita de San Antonio de la Florida, tan elegante y tan discreta a orillas del Manzanares, resguarda el que fue uno de los trabajos más preciados de Goya: a él se deben los frescos que embellecen sus bóvedas y su cúpula y confieren un relieve insospechado a lo que de otro modo no habría sido más que un mero ejemplo desabrido de la estética neoclásica. No hace falta matizar que, cuando están a punto de cumplirse dos siglos de su muerte en el exilio, su cabeza sigue sin aparecer. Nadie sabe con certeza qué fue de ella ni hay posibilidad de imaginar por dónde anda, y las teorías que a veces se han urdido son tan estrambóticas como imposibles de contrastar. De ahí que me haga gracia encontrarme precisamente su cabeza recibiendo a los caminantes que llegan a lo que una vez fue la Pradera de San Isidro y hoy es un coqueto parque público que reverdece los primeros predios del Carabanchel bajo. Es una efigie de piedra que mira hacia el skyline madrileño y da la espalda al que fue uno de sus territorios más reconocibles: por dos veces retrató este paisaje ―diurno y primaveral en un caso, noctámbulo y espectral en el otro― y aquí cerca estuvo su último domicilio madrileño, aquella Quinta del Sordo cuyas Pinturas Negras siguen maravillando y estremeciendo a quienes se acercan a contemplarlas en el Museo del Prado. Las pintó justo antes de irse al exilio en el que derramaría su último suspiro, y de algún modo dejó en ellas constancia de que en España la razón se había sumergido en un sueño del que comenzaban a brotar monstruos. Lúcido y visionario como era, dudo que acertara a imaginar que también él, después de muerto, terminaría perdiendo la cabeza.

Como la lluvia en Madrid

"Cuando llueve en Madrid la ciudad se desconcierta, se vuelve torpe, tropieza por las esquinas y descuida sus costumbres"

Cuando llueve en Madrid la ciudad se desconcierta, se vuelve torpe, tropieza por las esquinas y descuida sus costumbres. Los paraguas se despliegan inseguros y los coches dudan en los semáforos como si en vez de ante un paso de cebra se encontraran ante un abismo. La gente avanza a trompicones o en zigzag, se producen aglomeraciones en las entradas al metro y las calzadas al anochecer cobran la apariencia de un espejo que refleja el estupor ante lo insondable. La niebla difumina el perfil de los rascacielos y oculta la silueta familiar del Guadarrama, y las azoteas y los portales se pueblan de ramas y desperdicios arrastrados por el viento. Todo adquiere la tonalidad espectral de los paisajes soñados y cunde el desasosiego súbito ante la irrupción de lo que no se espera, el desasosiego que acompaña a la constatación de lo desconocido. Un solo día se asemeja a un largo invierno que hay que atravesar como si enero fuese un páramo infinito, un tiempo sin espacio por el que vagamos sin nostalgia del pasado ni expectativas de futuro, a la espera de que vuelva a encenderse ese cielo que ahora ciegan los nubarrones negruzcos que derraman su furia líquida. Cuando llueve en Madrid la ciudad parece otra y nos hace otros a nosotros, tan habituados a su luz que de pronto no sabemos qué hacer con tanta sombra, extranjeros en un paraje extraño, náufragos en una isla que por no tener no tiene siquiera un mar que la resguarde.

El mensaje de Jesús

"No dijo esa mujer nada muy diferente de lo que decía un tal Jesús"

Al recién investido presidente de los Estados Unidos, que invocó a Dios en su toma de posesión como el responsable último de que asuma ahora por segunda vez el cargo, lo ha importunado el sermón de una obispa que pidió misericordia para los inmigrantes, para los niños y las niñas, para los homosexuales, para todas aquellas personas que por una u otra razón pueden sentirse amenazados o inseguros ante la época que comienza, dada la debilidad a la que les aboca su condición. No dijo esa mujer nada muy diferente ―en realidad se trata del mismo mensaje, aunque adaptado a los tiempos que corren― de lo que decía un tal Jesús. Ése al que el nuevo dirigente estadounidense y los suyos parece ser que rezan mucho, pero del que por lo que se ve han entendido más bien poco.

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