Trump toma decisiones, Sánchez vende humo
Donald Trump aterriza en la Casa Blanca y no pierde el tiempo: decisiones rápidas, compromiso con la gente y botas en el barro antes de que el café de bienvenida se enfríe. Y mientras tanto, Pedro Sánchez sigue creyendo que gobernar es cosa de titulares y focos bien colocados. Cuando Trump, con la maleta aún … Continuar leyendo "Trump toma decisiones, Sánchez vende humo"
Donald Trump aterriza en la Casa Blanca y no pierde el tiempo: decisiones rápidas, compromiso con la gente y botas en el barro antes de que el café de bienvenida se enfríe. Y mientras tanto, Pedro Sánchez sigue creyendo que gobernar es cosa de titulares y focos bien colocados. Cuando Trump, con la maleta aún caliente, ya estaba recorriendo las zonas devastadas de California y Carolina del Norte, aquí, Sánchez todavía estaba dándole el último mordisco al turrón a la vez que se repartía Telefónica e Indra con su pandilla.
«Parece que os ha caído una bomba, pero estamos aquí para ayudar», dijo Trump. Y ayudó. En cambio, Sánchez, fiel a su calendario de pseudoinfluencer, se dejó ver por Valencia ochenta días después de la DANA. Y lo hizo con la agilidad de un caracol perezoso. Evitó las zonas afectadas, no fuera a ser que la realidad le arruinara la narrativa. Pedir ayuda a su Gobierno es como escribirle a los Reyes Magos: esperas soluciones y terminas con un pijama de franela.
Trump, con su melena indomable y su porte de magnate de Hollywood, llega, se remanga y promete ayudas que se sienten tan sólidas como un rascacielos neoyorquino. Sánchez prefiere la puesta en escena, la sonrisa prefabricada y el mitin rodeado de alcaldes con aplaudómetro incorporado. La diferencia es simple: uno se mete en el fango, el otro no sale de la moqueta. Y si es mullida, mejor.
Da gusto ver a Trump exigiendo la reforma de FEMA, la agencia que gestiona emergencias en EEUU con la contundencia de un sheriff de película del Oeste. Aquí, en cambio, tenemos la versión ibérica: reuniones interminables, comisiones de estudio y folios repletos de buenas intenciones que acaban archivados en el despacho de algún subsecretario con alergia a la acción. Eso sí, con cafetera de última generación.
Trump no gasta excusas, gasta decisiones. Presiona, exige y cumple. Sánchez, en cambio, se aferra al «vuelva usted mañana», con ruedas de prensa donde las preguntas están más filtradas que el café de su despacho. En EE.UU., Trump y el gobernador de California, Gavin Newsom, chocan, discuten y encuentran soluciones. Aquí, Sánchez prefiere el paseo guiado, las fotos de escaparate y las preguntas a la carta. Porque si algo le aterra al presidente del «Gobierno de la gente», es, precisamente, la gente. Que se lo digan en Paiporta, de donde salió por patas escopeteado.
Trump regresa a la Casa Blanca con planes para reformar FEMA o dinamitarla si no funciona. Aquí tardamos en pedir las ayudas europeas esperando luego a que lleguen si no se han perdido antes en los laberintos de la burocracia.
El liderazgo, como la gasolina, se paga caro. Trump invierte en acción directa; Sánchez, en discursos que se desinflan como globos de feria. Y ahí está la diferencia de manual: el estadounidense está en el tajo; el nuestro, en la nube de sus asesores, esos alquimistas del relato que le escriben cada palabra con métrica de cirujano y alma de vendedor de humo.
Quizás, solo quizás, Sánchez podría aprender algo de Trump. No se trata de replicar sus tuits contundentes ni su estilo, sino de atreverse a mirar a los españoles a los ojos en lugar de al teleprompter. Pero claro, para eso hace falta valor, y de eso Sánchez anda justo.
Trump y Sánchez representan dos formas de liderazgo tan opuestas como un rodeo tejano y una función de zarzuela. Uno con los pies en la arena, el otro en el palco VIP. Y en un país donde hemos tenido de todo menos valentía, ya es hora de exigir menos discursos y más soluciones.
Mientras Trump ya está pensando en su próxima recorrido por las zonas afectadas con la gorra calada y el dedo señalando problemas y aportando soluciones, Sánchez sigue entretenido con sus frases de azucarillo, parapetado tras su atril, con la misma determinación con la que un turista observa la lluvia desde la ventana de un hotel. Total, como dijo él mismo cuando golpeó la DANA: «Si necesitan ayuda, que la pidan». Pero a estas alturas, nadie ya se fía. Ni de él ni de su gobierno. Y lo peor es que él lo sabe.