Trump, el 47 presidente emperador
La débil respuesta de la práctica totalidad de los países del mundo –ofendidos directa o indirectamente por los embates de Trump– pone de manifiesto que la mayoría prefiere llevarse bien con el prepotente antes de anticiparse a entrar en una guerra de resultado incierto Érase una vez un robusto autobús de nombre 47 que tuvo la suerte de ser manejado por un hombre extraordinario, generoso, tenaz y servicial, que guardaba un corazón enorme, capaz de cualquier cosa por su gente. Un autobús que llevó una felicidad indescriptible a un puñado de familias que, expulsadas de sus pueblos por la miseria, vivían en un barrio de casuchas miserables sin calles ni alumbrado, sin agua, alcantarillado, colegios ni ambulatorios, en el contorno de la próspera Barcelona de los años 60 y 70 del siglo pasado. En otro país lejano, varias décadas después, un hombre rico y poderoso se rodeaba de otros hombres y mujeres también ricos y poderosos para insultar y humillar a sus vecinos, amenazar a los pobres y marginados, jactarse de su fuerza y llevar el miedo a otras gentes que no eran de su condición. Resulta injusto y vergonzoso que esa persona –por pura casualidad– lleve el mismo nombre, el 47, por ser el número de presidente de los Estados Unidos y, en lugar de ser un ser de luz como aquel autobusero, represente una amenaza para su pueblo y el resto del mundo, donde nadie puede sentirse ahora más seguro y ajeno a su ambición imperial. Como máximo dirigente de la nación más poderosa de la tierra, resulta pavoroso que Donald Trump, al asumir el cargo de su trono presidencial, se haya comportado como un dictadorzuelo de república bananera; un matón maleducado y faltón, inventándose una realidad inexistente de un país pobre, inseguro y caótico, en situación de emergencia nacional. Demonizó y despreció todo lo hecho hasta ahora por los norteamericanos para presentarse como el ángel vengador y justiciero que habrá de salvar a los Estados Unidos de las garras del mal, en tiempo récord de 4 años. Y más humillante me parece que lo haya hecho delante de sus predecesores que, de ser cierta la negra fantasía que dibujó, serían los culpables de tamaño desastre por haber participado de un “stablishment corrupto y errático”. Además de vengativo y mentiroso, en su discurso de entronización, fue irrespetuoso con las tradiciones del país que preside y al que dijo querer llevar a la gloria. “Hoy es el día de la liberación”, “aquí empieza la época dorada de los Estados Unidos”, “ésta será la elección más recordada y la más importante de nuestro país”, son algunos retazos de un discurso que debería ser institucional y se quedó en una verborrea narcisista que nos recordaba la rancia demagogia de quienes querían llegar “por el imperio hacia Dios”. Sería triste si no resultara alarmante escuchar tales bravatas de la boca de quien va a decidir sobre vidas y haciendas de buena parte del mundo porque sus decisiones no sólo repercutirán en los millones de electores que le han votado. Tal es su poder que bien podemos temerlo quienes vivimos a kilómetros de distancia y océanos de por medio, adonde, sin duda, llegarán las consecuencias de sus actos. Por la experiencia que nos dicta la historia de la humanidad, no es aconsejable rebajar la importancia del furor expansionista y brutal de quien actúa como si fuera un nuevo emperador –tal y como lo han calificado portadas de los medios de comunicación norteamericanos– porque ya sabemos que la locura no nos exime del riesgo ante quien se considera un salvador de su pueblo, un iracundo enviado por Dios y se sitúa por encima de los demás mortales, las leyes y la justicia. Sólo nos resta confiar en su estulticia para esperar que no sea capaz de cumplir sus amenazas, que termine por ser víctima de sus propias contradicciones y nunca llegue a ver sus aterradoras sentencias cumplidas y que no consiga destruir los valores de respeto e igualdad entre las personas, independientemente de su género o condición sexual. Que no logre acelerar –aun más– el cambio climático a base de promocionar los combustibles sólidos y demonizar la energía limpia. Nos queda la esperanza de que sus amigos y compinches, los empresarios millonarios, no le permitan enviar al infierno a los refugiados y los muchos extranjeros pobres que trabajan sin papeles como mano de obra barata porque las administraciones no han sido capaces de regularizar su situación. Pidamos también que las amenazas proferidas contra países pacíficos, como Dinamarca o Panamá, se queden en un farol sin más consecuencias que el postureo de un jactancioso negociador. Y así en todo lo demás. De hecho, algunos estados han presentado reclamaciones y un tribunal federal ya ha suspendido la orden que –contra la XIV enmienda de la Constitución– anula el derecho a la nacionalidad de los nacidos en suelo norteamericano de padres inmigrantes en situación irregular. Con todo, a pesar de la inseguridad jurídica que causan sus p
La débil respuesta de la práctica totalidad de los países del mundo –ofendidos directa o indirectamente por los embates de Trump– pone de manifiesto que la mayoría prefiere llevarse bien con el prepotente antes de anticiparse a entrar en una guerra de resultado incierto
Érase una vez un robusto autobús de nombre 47 que tuvo la suerte de ser manejado por un hombre extraordinario, generoso, tenaz y servicial, que guardaba un corazón enorme, capaz de cualquier cosa por su gente. Un autobús que llevó una felicidad indescriptible a un puñado de familias que, expulsadas de sus pueblos por la miseria, vivían en un barrio de casuchas miserables sin calles ni alumbrado, sin agua, alcantarillado, colegios ni ambulatorios, en el contorno de la próspera Barcelona de los años 60 y 70 del siglo pasado. En otro país lejano, varias décadas después, un hombre rico y poderoso se rodeaba de otros hombres y mujeres también ricos y poderosos para insultar y humillar a sus vecinos, amenazar a los pobres y marginados, jactarse de su fuerza y llevar el miedo a otras gentes que no eran de su condición. Resulta injusto y vergonzoso que esa persona –por pura casualidad– lleve el mismo nombre, el 47, por ser el número de presidente de los Estados Unidos y, en lugar de ser un ser de luz como aquel autobusero, represente una amenaza para su pueblo y el resto del mundo, donde nadie puede sentirse ahora más seguro y ajeno a su ambición imperial.
Como máximo dirigente de la nación más poderosa de la tierra, resulta pavoroso que Donald Trump, al asumir el cargo de su trono presidencial, se haya comportado como un dictadorzuelo de república bananera; un matón maleducado y faltón, inventándose una realidad inexistente de un país pobre, inseguro y caótico, en situación de emergencia nacional. Demonizó y despreció todo lo hecho hasta ahora por los norteamericanos para presentarse como el ángel vengador y justiciero que habrá de salvar a los Estados Unidos de las garras del mal, en tiempo récord de 4 años. Y más humillante me parece que lo haya hecho delante de sus predecesores que, de ser cierta la negra fantasía que dibujó, serían los culpables de tamaño desastre por haber participado de un “stablishment corrupto y errático”. Además de vengativo y mentiroso, en su discurso de entronización, fue irrespetuoso con las tradiciones del país que preside y al que dijo querer llevar a la gloria. “Hoy es el día de la liberación”, “aquí empieza la época dorada de los Estados Unidos”, “ésta será la elección más recordada y la más importante de nuestro país”, son algunos retazos de un discurso que debería ser institucional y se quedó en una verborrea narcisista que nos recordaba la rancia demagogia de quienes querían llegar “por el imperio hacia Dios”.
Sería triste si no resultara alarmante escuchar tales bravatas de la boca de quien va a decidir sobre vidas y haciendas de buena parte del mundo porque sus decisiones no sólo repercutirán en los millones de electores que le han votado. Tal es su poder que bien podemos temerlo quienes vivimos a kilómetros de distancia y océanos de por medio, adonde, sin duda, llegarán las consecuencias de sus actos. Por la experiencia que nos dicta la historia de la humanidad, no es aconsejable rebajar la importancia del furor expansionista y brutal de quien actúa como si fuera un nuevo emperador –tal y como lo han calificado portadas de los medios de comunicación norteamericanos– porque ya sabemos que la locura no nos exime del riesgo ante quien se considera un salvador de su pueblo, un iracundo enviado por Dios y se sitúa por encima de los demás mortales, las leyes y la justicia.
Sólo nos resta confiar en su estulticia para esperar que no sea capaz de cumplir sus amenazas, que termine por ser víctima de sus propias contradicciones y nunca llegue a ver sus aterradoras sentencias cumplidas y que no consiga destruir los valores de respeto e igualdad entre las personas, independientemente de su género o condición sexual. Que no logre acelerar –aun más– el cambio climático a base de promocionar los combustibles sólidos y demonizar la energía limpia. Nos queda la esperanza de que sus amigos y compinches, los empresarios millonarios, no le permitan enviar al infierno a los refugiados y los muchos extranjeros pobres que trabajan sin papeles como mano de obra barata porque las administraciones no han sido capaces de regularizar su situación. Pidamos también que las amenazas proferidas contra países pacíficos, como Dinamarca o Panamá, se queden en un farol sin más consecuencias que el postureo de un jactancioso negociador. Y así en todo lo demás. De hecho, algunos estados han presentado reclamaciones y un tribunal federal ya ha suspendido la orden que –contra la XIV enmienda de la Constitución– anula el derecho a la nacionalidad de los nacidos en suelo norteamericano de padres inmigrantes en situación irregular.
Con todo, a pesar de la inseguridad jurídica que causan sus primeros 41 decretos firmados en unas horas, el ataque de mayor calado que el presidente Donald Trump le ha dado a la democracia de Estados Unidos ha sido la excarcelación de sus compinches: más de 1.500, aquellos fanáticos que asaltaron el Capitolio a la vista del mundo entero, en una revuelta instigada por él y que costó la vida a cinco personas. Que estos delitos, comprobados, juzgados y sentenciados, hayan quedado impunes de un plumazo sin que sus autores se hayan siquiera arrepentido del mal causado es algo verdaderamente demoledor para cualquiera que tenga una mínima conciencia democrática y respeto por los poderes del estado. El poder judicial quedó anulado y los derechos del agente muerto y los heridos por los asaltantes, ignorados sin contemplaciones. En este panorama desolador, una mujer nos ha dado un motivo de esperanza para seguir creyendo en la bondad del ser humano al rechazar el perdón del presidente emperador, arrepentida de los hechos en los que participó engañada. “Aceptarlo sería un insulto a la policía del capitolio, al Estado de Derecho y a nuestra nación”, dijo Pamela Hemphill, una anciana que ya había cumplido su pena por participar en el motín.
La débil respuesta de la práctica totalidad de los países del mundo –ofendidos directa o indirectamente por los embates de Trump– pone de manifiesto que la mayoría prefiere llevarse bien con el prepotente antes de anticiparse a entrar en una guerra de resultado incierto pero también evidencia que su credibilidad puede ser muy relativa. Así lo permite sospechar el montaje del show presidencial, con la firma de los decretos en un estadio deportivo simulando un espectáculo de masas enfervorizadas. Ese furor ejecutivo de firma tras firma de decretos presidenciales –además de rememorar al cowboy que juega a desenfundar el primero– nos hace pensar que hay mucho de impostura en este hombre que, en día tan señalado, protagonizó ese teatral lanzamiento de plumas a sus seguidores como una estrella de la música lanzaría su ropa interior a los fans.
Sin duda, es un nuevo estilo de liderazgo, que ya aprendimos en su anterior mandato y que tan bien ejecuta su amiguísimo Elon Musk, provocando siempre el escándalo para que la audiencia se mantenga enganchada y nunca deje de hablar, protestar, celebrar o interesarse por el devenir de sus disparates en el tiempo. Que hablen de nosotros aunque sea mal. De hecho, es mejor que sea mal para meter miedo, provocar indignación, odio y radicalización. Eso aumenta la interacción y, de rebote, el “engagement” con la marca. La conocida técnica de la distracción para llevar la iniciativa del relato.
Es muy de temer, sin embargo, que la inconsciencia (o ignorancia) de Trump al rodearse de la temible élite de Silicon Valley, nos cueste muy cara porque los tiburones del algoritmo son muy capaces de quedarse con la merienda y que el supuesto presidente emperador termine por ser la marioneta de los señores feudales que realmente mandan en el mundo. La expresiva y excesiva celebración de Elon Musk ante las palabras de su amigo no dejan lugar a dudas de que, al menos, va a compartir buena parte de la tajada. Y ya no digamos nada del escándalo por su saludo equívoco a lo nazi.
En fin. Malos tiempos para la lírica, que diría Golpes Bajos. De momento, sólo nos queda confiar en que la tan cacareada democracia norteamericana demuestre su valor y le pare los pies al 47 presidente mediante el ejercicio del entramado institucional de poderes y contrapoderes. Los demás tendremos que seguir vigilantes porque a todo el mundo le concierne esta guerra de supervivencia de la democracia aunque, por el momento, siempre nos queda el recurso de hacer pedagogía y ponernos a cubierto para que no nos alcance el fuego del ángel exterminador. Como muy bien supo hacer Melania para evitar ser besada por un señor que ha sido declarado delincuente. Esperar a que escampe tampoco es solución porque este vendaval que, como bien dijo el presidente emperador, está barriendo América (la del norte y la del sur) ha llegado también a estos lares y azota a nuestras gentes. Sigamos, pues, pendientes de las noticias.