Steiner y diez (posibles) razones para la tristeza del pensamiento

Pensamiento y melancolía son términos emparentados desde los preludios de la filosofía. Hay en el pensar una tristeza que se nos impregna y de la que no siempre somos conscientes. George Steiner indaga en las causas de ese abatimiento. La entrada Steiner y diez (posibles) razones para la tristeza del pensamiento se publicó primero en Ethic.

Jan 16, 2025 - 16:25
Steiner y diez (posibles) razones para la tristeza del pensamiento

El poeta de la reflexión y el argumento George Steiner (Neuilly-sur-Seine, Francia, 1929 – Cambridge, Reino Unido, 2020) nos legó en Diez (posibles) razones para la tristeza del pensamiento uno de sus ensayos más breves, agudos y concentrados. Desde Aristóteles a nuestros días, el pensamiento siempre ha estado emparentado con la pesadumbre. De los fecundos filósofos que han reparado en el asunto, Steiner parte de una sucinta cita del romántico Schelling (1775-1854), el pensamiento es estrictamente inseparable de una «profunda e indestructible melancolía», para articular su tentativa de respuesta, despojada de toda retórica.

Pareciera una provocación partir de la premisa de que el pensamiento es fuente de nostalgia sabiendo que también procura gozo y alegría. Sin negar el placer intelectual de ciertos pensamientos (los creativos o los que dan sentido a la vida, al mundo, a uno mismo, por humildes que sean), Steiner reconoce que son momentos de excepción. Existe una tristeza que prevalece en el pensar.

La primera explicación es que nada de cuanto pensamos implica certeza alguna. No hay afirmaciones irrefutables para las grandes cuestiones que se plantea el hombre. A pesar de que este «impulso de la interrogación» engendra la civilización, la ciencia, la religión y el arte, «no llegamos a ninguna respuesta concluyente, por inspirado y coherente que sea el proceso del pensamiento, ya sea individual o colectivo, filosófico o científico».

El segundo motivo para la tristeza reside en el hecho de que el pensar es un proceso sometido a constantes y variadas interferencias, que lo entorpecen e incluso dinamitan. El desarrollo lineal de una idea es insólito y requiere de un desgaste energético e incuantificable, por lo que el común de los mortales ha de conformarse con un pensamiento amorfo, chapucero, remendón. Un pensamiento de aficionado. La regla. De ahí que las grandes teorías, conceptos, averiguaciones sean inusitadas. La excepción.

Pensar es un proceso sometido a constantes y variadas interferencias, que lo entorpecen e incluso dinamitan

El tercer porqué de esa melancolía indestructible parte de una doble proposición. Por un lado, si bien nada hay tan privado e íntimo como el pensamiento, tan propio e individual, nuestros pensamientos son, en mayor o menos medida, propiedad común. Así como Tolstoi comenzaba su Ana Karenina advirtiendo que «todas las familias felices se parecen», Steiner nos recuerda que nuestros pensamientos «han sido pensados, están siendo pensados, serán pensados millones y millones de veces por otros». La originalidad es una rara avis, y en las humanidades «se reduce a la invención de las formas, más de que contenidos». Además, en este capítulo (cuyo desánimo es colosal), el «huésped incómodo», como lo denominó su amigo Nuccio Ordine, repara en que nunca sabremos qué piensa el otro. Ni siquiera los amantes. «Con frecuencia, en la unión erótica la corriente de pensamiento, de lo intensamente imaginado, palpita en otra parte. Hacemos el amor interior a otra persona».

Que el pensamiento no pueda acceder a la verdad más allá de la lógica y las matemáticas, que cualquier (aparente) verdad sea provisional y circunstancial es una cuarta causa para esta tristeza que nos ocupa: «La verdad es un concepto que por definición niega todo estatus absoluto».

Una quinta: el derroche energético que supone el pensamiento, que se malversa inútilmente; depositamos una gran energía en algo que, a la postre, la desaprovechará, puesto que la mayor parte de nuestros pensamientos son superfluos, ineficaces, improductivos. «Pensar es algo casi increíblemente despilfarrador».

La sexta raíz de esa melancolía del pensar la busca Steiner en el hiato entre lo imaginado y su manifestación lingüística. Una distancia espeluznante entre realidad y la palabra. La poeta Alejandra Pizarnik lo resumió en estos versos: «Si digo “agua”, ¿beberé?». A esto se añade el hecho de que, pese a que hay relación entre lo que pensamos y cómo actuamos, el encadenamiento de los procesos intermedios nos resulta desconocido. De ahí que, en tantas ocasiones, ignoremos el porqué de algunos de nuestros actos.

Los límites del pensamiento, las fronteras de los procesos racionales que realizamos origina el séptimo «velo de la pesadumbre»: «Todos y cada uno de nosotros ha tenido la experiencia de una frustración de la conciencia, de unas barreras al entendimiento». Muros, barricadas, confín.

La novena corriente continua de melancolía la procura el hecho de que «pensar» no puede ensañarse, por muy «rara» que sea la capacidad de tener pensamientos «que merezcan la pena». Lo mismo sucede con el arte. «No hay democracia en el genio». Están los pocos, en el decir de Hölderlin, que «se ven obligados a aferrar el relámpago con las manos desnudas».

El decálogo se cierra con la constatación de que ya no se piensa aquello que lleva al pensamiento a sus límites, luego se abandona la posibilidad de ensancharlo. La cuestión crucial, lo que nos confiere dignidad, es el problema del sentido. De ahí que los tres territorios a los que atañe (el ser, la muerte y Dios) se hayan ido vaciando de tránsito en el pensar. «La ciencia no puede dar una respuesta a las cuestiones esenciales que plantea o debería plantear el espíritu humano (…) Solo puede negar su legitimidad. Preguntar por el nanosegundo anterior al Big Bang, se nos asegura didácticamente, es absurdo. Sin embargo, estamos hechos de modo que preguntamos, y la conjetura de san Agustín nos puede resultar más convincente que la teoría de las cuerdas».

No hay evasiva. No hay posibilidad de alojarse fuera del pensamiento, al margen de él, emanciparse del pensar. Por lo tanto, tampoco escapa nadie de su tristeza inherente. Busquemos, pues, ese pensamiento gozoso que nos remide de la melancolía, siquiera fugazmente.

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