¿Qué leer?… Keeler
Al escribir aquel artículo no tuve presente un detalle que habría de reforzar la tesis latente en el mismo. Me refiero al uso que de los freaks hace (por ejemplo en su original novela El enigma del cráneo viajero) el singular escritor norteamericano Harry Stephen Keeler (Chicago, 1890-1967). Si no recuerdo mal —han pasado tantos... Leer más La entrada ¿Qué leer?… Keeler aparece primero en Zenda.
En septiembre de 2023 publiqué en estas mismas páginas digitales un artículo titulado El otro lado de la belleza dedicado, principalmente, a los personajes que conforman la mítica película de Tod Browning, Freaks (1932). Fueron seres admirables que se caracterizaban por padecer extrañas deformaciones en sus cuerpos. Aquellos freaks no eran actores de cine sino el principal sustento de los circos itinerantes y reclamo en humildes espectáculos callejeros. En la actualidad todos conocemos la infeliz evolución, a capricho, del original significado de la palabra freak, dando pie a lo que ahora viene a significar el vulgarizado vocablo «friqui».
Si no recuerdo mal —han pasado tantos años— la primera vez que escuché el nombre de Keeler fue en boca de Manuel de Lope con quien, junto a su entonces esposa, Monique —profesora en Aix en Provence y experta en literatura española, particularmente en el Arcipreste de Hita—, pasé, pasamos los tres, un día entero felizmente hablando sin parar. Manuel me informó acerca de un extraño escritor al que casi nadie conocía y que a su entender era digno de elogio y reivindicación. Apenas sí tomé nota del desconocido autor dado que, por las señas que mi interlocutor me iba dando, al instante comprendí que se trataba de uno de esos escritores a los que no queda otra que dar resignadamente por omitidos, ya que resultaría harto complicada hacerse con cualquier libro suyo, a pesar de haber sido en su momento suficientemente editado en España; aun así, difícil de hallar en las librerías. Andaríamos por los años 80 del siglo pasado y de aquella no existían las plataformas que hoy en día nos permiten conseguir prácticamente cualquier título que busquemos.
Pero surgió el milagro. Fue en un mercadillo callejero donde inesperadamente me topé con la novela Las gafas del señor Cagliostro, de Harry Stephen Keeler, a un precio irrisorio. Se trata de la edición en castellano realizada por el Instituto Editorial Reus y fechada en 1947 (Ediciones del Azar la reeditó en 2012). Pues bien, con la emoción del hallazgo y el eco de los halagos de Manuel de Lope en mi memoria, absorbido por la curiosidad me apresuré en llegar a casa y sin más entregarme a la lectura.
En la amplia obra de Keeler (escribió más de 50 novelas, se dice que la mayoría junto a su mujer, Hazle) cabe distinguir dos grupos: las novelas dignas de mención y las que, fieles a su destino editorial, cabría señalar como «novelas pulp». Vamos, buenas novelas y malas novelas —pero todas poseedoras de una originalidad sin parangón—, lo cual resulta comprensible tratándose de un autor tan prolífico. Entre las primeras sin duda alguna destaca Las gafas del señor Cagliostro, interesante historia marca de la casa. También cabe distinguir Noches de Sing Sing o El hombre de los tímpanos mágicos, entre otras.
Centrémonos en Las gafas del señor Cagliostro.
La historia arranca con el testamento de un acaudalado industrial de Chicago. En el otorgamiento su único hijo, Jerome, Jerry o Herbert Middleton, protagonista de la novela, se ve inesperadamente perjudicado —si bien, al final del libro nos toparemos con la carta donde el rico industrial enmienda la descomunal sorpresa del inicio— en lo que se refiere al beneficio económico, y a la vez ridiculizado con la última voluntad de su padre quien lo insta a saldar una vieja deuda, que el rico industrial contrajo a raíz de estrambótica apuesta, consistente en portar durante un año las viejas gafas azules que, al parecer, pertenecieron al falsario conde de Cagliostro.
A partir de ahí se suceden las anécdotas y las lecciones acerca de la mezquindad que impone la moderna —estamos en los años veinte del pasado siglo— sociedad norteamericana y por extensión la occidental. Así la reacción de la prometida de Jerry, Pamela Martindale, en cuanto el joven le comunica el fiasco por el que, a resultas de las últimas voluntades de su padre —le dona la ridícula cantidad de 75 dólares mensuales—lejos de asegurarle un porvenir sobrado de riqueza deberá buscarse un trabajo para sobrevivir apretadamente. En cuanto conoce la situación, ella, la bella cazafortunas, Pamela, no duda en rechazar a su prometido, como antes lo había hecho con otro menos rico a quien, sin embargo, ahora acude sin escrúpulos para llevárselo al altar en lugar de Jerry.
Pero hete aquí que éste, finalmente beneficiado con la inmensa fortuna de su padre, verá contrarrestada la decepción que le produjo la actitud de Pamela, pues encuentra a la mujer que verdaderamente ha sido su amor platónico: Anne, la que con mimo le trató en el hospital australiano donde el joven Jerry convaleció, herido de guerra y privado momentáneamente de la vista, avivando en el enfermo una irrefrenable pasión a ciegas, nunca mejor dicho.
En esta novela Keeler airea sus dotes de ingenioso narrador y, de acuerdo a su personal estilo, nos hace depender de una azarosa sucesión de hechos arbitrarios, cuando no extravagantes y al margen de lo verosímil, disimulando lo que a todas luces podemos considerar un defecto narrativo. Así es, Keeler prodiga la anécdota y desatiende la historia. Diríamos que se trata de un buen escritor de peripecias, pero de limitado talento narrativo, ya que, sin lugar a dudas, en toda narración la historia ha de tener un rango superior a la simple exposición de los hechos.
En las novelas de Keeler —las mejores y las peores— prevalece la sorpresa, como así sucede en Las gafas del señor Cagliostro, donde el perfecto equilibrio entre el material descriptivo y los diálogos —ágiles, ocurrentes y poseedores de una indiscutible eficacia dramática— en ocasiones logra cerrar una obra digna de encomio.
Pronto conocemos la vida que hasta el momento hubo llevado el joven Jerry, principalmente en Australia, pues se la cuenta, con todo lujo de detalle, a Fortescue, inevitable sospechoso y secretario principal que fue del señor Middleton. Inesperadamente, Fortescue es el beneficiario en el testamento del rico industrial en detrimento del hijo. A partir de ahí, nos adentramos en un trepidante suceder de anécdotas, como se ha señalado, engarzadas con limitado oficio y que no logran —hay que insistir en ello— construir una historia verdaderamente notable.
Paralelamente, las molestas gafas azules de Cagliostro hacen de las suyas.
Ahí lo dejo, porque no hay ineficacia menos provechosa que ponerse a contar lo que se cuenta en un libro.
Así todo: ¿Qué leer?… Keeler.
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