La viga y la paja, por Ramón Pérez de Ayala

A partir de la influencia en España de las literaturas inglesa y francesa, Ramón Pérez  de Ayala da un giro inesperado al discurso de este artículo, en el que acaba reflexionando, desde Londres, sobre el gusto por la prohibición de ingleses, alemanes y españoles. Sección coordinada por Juan Carlos Laviana. Últimamente apareció en nuestra casa... Leer más La entrada La viga y la paja, por Ramón Pérez de Ayala aparece primero en Zenda.

Jan 21, 2025 - 02:09
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La viga y la paja, por Ramón Pérez de Ayala

A partir de la influencia en España de las literaturas inglesa y francesa, Ramón Pérez  de Ayala da un giro inesperado al discurso de este artículo, en el que acaba reflexionando, desde Londres, sobre el gusto por la prohibición de ingleses, alemanes y españoles. Sección coordinada por Juan Carlos Laviana.

La literatura española desde algunos años a esta parte ha estado amamantando el ubérrimo seno de Francia. Es decir, ni eso; porque la lactancia no ha sido directa la mayoría de las veces, sino a domicilio con leche esterilizada, por decirlo así, en vasijas o cristalinos cálices de estructura americana. Este régimen alimenticio ha hecho estremecerse de indignación a ciertos higienistas estéticos, los cuales olvidan con harta facilidad que los siglos de oro de todas las literaturas han florecido gracias al préstamo y al expolio.

Últimamente apareció en nuestra casa otra tendencia. «Abominemos —se ha dicho— de esa literatura bulevardera, liviana y fofa, que afemina nuestro lenguaje y hace blandear nuestro espíritu; orientémonos hacia Inglaterra, hacia su literatura poderosa y original». No es esta la ocasión de discutir o elucidar lo acertado del movimiento.

"La literatura inglesa contemporánea no es rica, ni es original. Descontemos cuatro nombres que corresponden a otros tantos cerebros de primera fuerza, y lo que resta es ramplonería, desolación y vacuidad"

La literatura inglesa contemporánea no es rica, ni es original. Descontemos cuatro nombres que corresponden a otros tantos cerebros de primera fuerza, y lo que resta es ramplonería, desolación y vacuidad. Y de esos cuatro, tres, nadie puede asegurar que sean vástagos del tronco viejo, antes son arbustos crecidos al calor y sustancia de abonos continentales. Las obras de los inmortales, esto es, de los que precisamente se han muerto ya, se leen mucho en Inglaterra. Pero de los vivos, no. Cualquier autor francés tiene más público.

—Me enamoran las novelas francesas —me decía hace poco una linda londinense—. ¡Qué lenguaje, qué exquisito vocabulario en ciertas descripciones!

Y me mostraba un volumen de Las semidoncellas, con ilustraciones de grata y atractiva ingenuidad paradisíaca.

En las hojas y revistas bibliográficas que los periódicos publican, semanalmente cuando menos, y muchos a diario, los libros franceses ocupan una buena porción.

Hoy quiero mentar el juicio inglés acerca de un libro francés que versa sobre Alemania: En Allemagne, Rhin et Westphalie, por Julio Huret.

La primera impresión que se recibe de Alemania —advierte el crítico británico— es la de la ordenación de todas las cosas. Todo parece estar regulado, hasta el más mínimo detalle, y todos obedecen las órdenes, cualquiera que ellas sean.

Esto debe de ser verdad, porque un joven pedagogo y filósofo, amigo mío, que en sus peregrinaciones mundiales, después de haber pasado por Pozuelo, se alargó hasta Basilea, en donde estuvo cuatro horas, y de allí vino a Londres, me entretuvo cierto día con una dilatada y concienzuda referencia —«el carácter alemán; la vida alemana»— que coincide en muchos de sus puntos con la afirmación del crítico inglés.

"En Alemania todo está prohibido. Las cosas más inocentes son objeto de una conminación prohibitiva"

En Alemania todo está prohibido. Las cosas más inocentes son objeto de una conminación prohibitiva. «Por todas partes puede verse: el «Se prohibe» —habla Julio Huret—»; pero en Francia estos requerimientos se atienden raras veces, sobre todo cuando se trata de trivialidades. En España equivalen a permisos. Me acuerdo de los trenes de Barcelona, en donde, con tantas letras, está prohibido fumar, y todos los españoles fuman, generalmente cigarros enormes. Cuando les cuento este caso a los germanos, no quieren creerme. El acto de ignorar la ley y la autoridad es incomprensible para ellos. Aquí «Verboten» abunda, y os aseguro que nadie se permite discutir. Es necesario admitir que la mayoría de estas prohibiciones son razonables, pero su excesiva abundancia resulta cómica. No se puede entrar en un tranvía sin leer, por lo menos, estos siete «Verboten». (1) Se prohíbe fumar. (2) Se prohíbe escupir. (3) Se prohíbe sacar la cabeza por la ventanilla. (4) Se prohíbe ocupar el sitio del conductor en la plataforma. (5) Se prohíbe subir o descender cuando el coche está en marcha. (6) Se prohíbe cerrar la puerta, excepto entre el 1 de octubre y el 31 de marzo. (7) Los pasajeros deben conservar sus billetes. En los puentes es absolutamente obligatorio guardar la derecha. Un policía que os sorprendiera en el acto de guardar la izquierda, os obligaría inmediatamente a pasar al otro lado, a pasar de la circulación. En Berlín, en un café de Postdamer Platz, está prohibido leer periódicos en el jardín; es preciso subir al primer piso. En el mismo café se prohíbe llevar perros, como no vayan atados, para lo cual los patrones, que están al mostrador, prestan correas. En Düsseldorf, en los jardines públicos, hay ciertas avenidas en donde están prohibidos los perambulatorios; bancos para nodrizas, en donde ninguna persona que amamante no puede descansar, etc., etc.»

El crítico británico, considerando ridículas tantas prohibiciones, se ríe a mandíbula batiente. Claro; él ha nacido en el país de la libertad.

Pues bien, todos esos cartelillos admonitorios, y muchos más, existen en Londres. En un tren he contado hasta nueve, que no hay para qué enumerar. Los hay por donde quiera; no sólo en los sitios públicos, sino en los hoteles y casas particulares. En mi hotel, por ejemplo, el huésped que no está a las nueve y media de la mañana en el comedor, paga una multa y se queda sin breakfast. Y me parece muy bien.

¿Acaso atenta esto a la libertad? Todo lo contrario. Yo soy libre en la medida de las restricciones que impiden a los otros que no molesten.

En España no hay más que prohibiciones hidráulicas y parece que sirven para exacerbar la nauseabundez de ciertos sitios. Es la única prohibición que no existe en el resto del mundo; pero existen kioskos.

Ahora que yo, legislador, es probable que comprendiera todos los cartellillos en uno simplemente: «Se prohíbe fastidiar al prójimo».

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Artículo publicado en El Imparcial el 7 de agosto de 1907

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