Si hoy me reconocería
Silencio tras el telón Nadie te pasa Llevaba tiempo queriendo acercarme al Puente de los Franceses, ese viaducto que con tanta gracia se invoca en las famosas coplas de la defensa de Madrid que se cantaban con la misma música con que se glosaba la peripecia de aquellos cuatro muleros que iban al campo, y... Leer más La entrada Si hoy me reconocería aparece primero en Zenda.
Silencio tras el telón
El primero que me habló con verdadera pasión y enorme afecto de Mariano Antolín Rato fue Juan Cueto. En los años en que lo traté con frecuencia semanal o quincenal ―primero en su última casa de Somió y luego, tras su mudanza al centro de la ciudad, en la cafetería del Muro en la que tenía por costumbre desayunar a media mañana―, se refería a él como el más moderno de todos los de su generación y solía mencionar episodios que habían vivido juntos o evocar los ecos de viejas conversaciones sostenidas en madrugadas de vocación heterodoxa. Eran los tiempos en que se iba generalizando el uso de Facebook, que entonces parecía una herramienta inocente, y no recuerdo quién le pidió amistad a quién, pero sí que Mariano y yo no tardamos en entablar contacto virtual e iniciar una de esas relaciones líquidas propias de estos tiempos que se sustentan a base de emoticonos y comentarios. En la primavera de 2015 me telefoneó algo desanimado: tenía finalizada una novela y no terminaba de encontrar una editorial que quisiera publicarla. Le recomendé que hiciera un par de intentos que resultaron infructuosos y me alegró mucho que Jorge Salvador Galindo tuviera la valentía de darle cobijo en Pez de Plata. Allí publicó Silencio tras el telón del sueño y La suerte suprema. En el lustro aproximado que medió entre uno y otro libro conseguimos vernos cara a cara por vez primera. Fue en 2020, cuando la Fundación Municipal de Cultura de Gijón, que yo dirigía por aquel entonces, le entregó un premio con el que quisimos reconocer toda su trayectoria. Mariano resultó ser tal y como yo lo había imaginado en nuestras conversaciones: lúcido, locuaz, divertidísimo, un hombre de mente inquieta y ánimo sereno que llevaba a sus espaldas una biografía suficiente como para saber que las cosas más valía tomárselas con calma y que sólo hay que tratar con seriedad lo que verdaderamente importa. Lo volví a ver dos años después, cuando regresó a Gijón para presentar La suerte suprema, y me lo encontré por última vez al año siguiente, cuando la Semana Negra concedió el premio Celsius a esa misma novela, la última que ha podido defender en público. Al abrir ahora Facebook me salta un escrito en el que su editor hace pública la noticia de su muerte ―es curioso que me entere en el mismo lugar en el que él y yo comenzamos a tratarnos― y lamento no haber retomado una antigua conversación que dejamos pendiente y que él y yo fuimos postergando a la espera de un momento mejor que ya no se dará nunca. Me hace ver Francisco García Pérez que su fallecimiento se produce casi en las mismas fechas en que se despidió de este mundo su amigo Cueto, que nos dejó en otro enero frío de hace seis años, y me cuenta Ángel de la Calle que estuvo charlando con él hace apenas unos días, a propósito de un trabajo en el que anda inmerso y para el que necesitaba hacerle una consulta. Nadie esperaba su ausencia porque nada hacía indicar que fuera a darse. Se murió de repente, en la noche, de un infarto fulminante. Ni se enteró ni sufrió, seguramente, y eso es un consuelo para su familia y para quienes lo apreciábamos, pero también una última e involuntaria manifestación de coherencia, porque la discreción era una de sus señas de identidad más acendradas, al menos en este tiempo en que pude tratarlo. Deja un manuscrito inédito que, según cuenta Jorge, comienza así: «¡ZAS! Desaparece la relación con el universo virtual». Ciertamente, no habrá más interacciones con Mariano en las redes y tampoco habrá a partir de ahora posibilidad de tenerlas en el mundo real. Ya he dicho que era un tipo lúcido, y cabal, y coherente.
Nadie te pasa
Llevaba tiempo queriendo acercarme al Puente de los Franceses, ese viaducto que con tanta gracia se invoca en las famosas coplas de la defensa de Madrid que se cantaban con la misma música con que se glosaba la peripecia de aquellos cuatro muleros que iban al campo, y por una cosa o por otra siempre terminaba postergando la caminata. Me concedo el capricho en esta mañana invernal de sol frío en la que Lorenzo, que conoce todos los caminos de la ciudad y es capaz de aderezarlos con las erudiciones más inverosímiles, se cita conmigo en la Glorieta de Bilbao para ir andando hasta Moncloa e internarnos después por los senderos zigzagueantes del Parque del Oeste. El ingenio aparece a la vuelta de una curva con cierta timidez, como si le avergonzara mostrarse abiertamente de primeras para no defraudar antes de tiempo las expectativas de quienes lleguen a sus aledaños impelidos por el aliento de la épica. No es el puente más bonito ni el más espectacular de Madrid, pero es el más canturreado y eso, mal que bien, le otorga unos galones que no conviene despreciar. Las resonancias bélicas que ha adquirido su nombre puede llevar a que los viajeros desinformados vinculen sus orígenes a la Guerra de la Independencia, por más que no fuera ése el conflicto que le dio fama, pero la realidad es más prosaica: se llama así porque venían de Francia los ingenieros que lo diseñaron y se planificó para tender sobre él las vías de la línea férrea del norte, cuyos trenes iban a dar entonces a la cercana estación de Príncipe Pío. Las cosas han cambiado, aquellos trenes que antes circulaban sobre sus arcos llegan hoy a las estaciones de Chamartín y Atocha y por aquí sólo pasan los que cubren cercanías y medias distancias. Acaso por eso tenga esta zona el aire lánguido y apacible de esos lugares que terminan por quedarse un poco al margen de todo. Trato de imaginar cómo tuvo que ser esto en los tiempos del fragor cainita, cuando estos predios marcaban la separación entre las líneas del frente y consagraron en ellos su prestigio los combatientes de las Brigadas Internacionales, y Lorenzo me cuenta que durante unos cuantos años esto casi fue puro arrabal, un reducto en sombra de la ciudad por el que valía más no acercarse a deshoras, no fuera uno a padecer encuentros indeseados. En el primer tomo de La forja de un rebelde, la portentosa trilogía de Arturo Barea en torno a la Guerra Civil, se retratan estas tierras que cubren las riberas del Manzanares ―que es en este punto, más que un río, el medio río del que se burló Quevedo― como la morada de gente humilde que tendía en ellas sus ropas y sus sábanas para que se fueran secando al sol confiado del verano, y también Ignacio Aldecoa ―que vivió en una de las casas que se levantan frente a las ermitas gemelas de la Florida― escribió un relato en el que glosa el paseo de una pareja de novios o un matrimonio por este mismo suelo que ahora pisamos nosotros. No tenemos mucha compañía: los propios y los extraños que a estas horas comienzan a tomar las calles al asalto eligen otras zonas más nobles y no deben de ser muy partidarios de acercarse a éstas en las que se confunde por momentos el postín con lo menesteroso. Hay algún que otro deportista, ancianos que descansan sentados en ciertos bancos y vecinos que van y vienen con sus bolsas de la compra, y sólo empieza a anunciarse el gentío cuando llegamos a los pies de la Puerta de San Vicente y encaramos la subida hasta la Plaza de España, perdida ya la perspectiva sobre el Puente de los Franceses, no sé si melancólico o reconfortado ante la circunstancia de que, tanto tiempo después de la copla que protagoniza, siga sin pasarlo casi nadie.
Un aniversario
Un ligero cortocircuito mental me advierte de que deben de estar cumpliéndose por estos días veinte años de un acontecimiento que fue decisivo en mi vida y busco por las hemerotecas digitales algún vestigio de entonces que me refresque la memoria. No andaba equivocado: fue en enero de 2005 cuando una llamada vespertina me informó de que acababa de ganar el premio Asturias Joven con una novela que había ido escribiendo a trompicones durante varios meses y que salió publicada finalmente a las puertas del verano de aquel año. Me veo en los periódicos de aquella época retratado como el jovenzuelo ingenuo y bienintencionado que aún era, con la melena que me empeñaba en dejar pese a que ya daba la alopecia señales de su inminencia y la pose de calculada diletancia con que me movía por el mundo, y leo los titulares y los destacados que ponen en mi boca frases que ahora no diría, bien porque he dejado de creérmelas o bien porque el paso de los lustros ha ido matizando o diluyendo las certezas que las inspiraron. Es curioso: después de mucho tiempo sin verla por ahí, he venido teniendo noticias dispersas de esa novela que yo creí agotada e inencontrable. Me la tropecé en el puesto que había instalado junto al río una librería de Moraleja en los días veraniegos del festival Gata Negra, y creo que en noviembre me dijo Maca, cuando nos encontramos en el antiguo Paraninfo de la Complutense, que había conseguido hacerse con un ejemplar no recuerdo cómo. Cuando alguien me traslada su interés por ella yo suelo recomendar que no la lean, seguramente porque temo que sus páginas no den la talla que se espera o que trasluzcan unas inseguridades muy distintas a las de ahora, pero a decir verdad no sé si mi consejo obedece más a un prejuicio que a la estricta realidad: la veo tan lejana o tan remota, hace tanto que no la hojeo ni la sujeto en mis manos, que apenas conservo más que una pequeña noción de lo que fue o quise que fuera su argumento. Hace un par de años, en León, el presentador de un acto en el que participé me puso sin pretenderlo en evidencia: alguna observación me hizo al respecto y yo, que no me esperaba aquella prospección arqueológica, no supe qué decir porque no recordaba nada de aquello por lo que él me preguntaba. Sé que estoy siendo tremendamente injusto con aquella novela primeriza, porque si ella no hubiese existido seguramente no habrían venido luego las demás, pero sigue habiendo un escrúpulo indescifrable que me impide volver a ella sin sentir algo parecido a una vergüenza intempestiva, a una congoja. Como si en ella aguardara el espejo en el que quedaron atrapadas las luces y las sombras de aquél que fui, ése en el que no sé si hoy me reconocería.
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