Esther Kinsky y los ríos que no cesan de fluir

Revocada su exigua connotación fluvial, los ríos han sido territorios de transformación y duelo, una frontera existencial que se alimenta de rupturas y deseos, de sombras enhebrando las pasiones insuperables del ser humano. En las aguas del río se disolvió el cuerpo de Faetón, y en sus recodos las Helíades decidieron encumbrar el dolor y... Leer más La entrada Esther Kinsky y los ríos que no cesan de fluir aparece primero en Zenda.

Jan 20, 2025 - 07:25
Esther Kinsky y los ríos que no cesan de fluir

El río, fragorosa prolongación del nacimiento, alegoría del cristal que se rompe para llenarse de aire, febril alambrada de lo que antaño fue sangre. El río es el verso que anuda nuestra memoria incompleta y nos impide pensar en la muerte. Todo en él es repetición y germen, variante y extinción, escuálido horizonte que se nutre de aquellos detalles que creímos conocer. «El río no cesa de fluir», dijo Elio Vittorini en su obra Tierra amarga, «pero en cada recodo trae algo que nunca olvidamos, aunque lo veamos por primera vez».

Revocada su exigua connotación fluvial, los ríos han sido territorios de transformación y duelo, una frontera existencial que se alimenta de rupturas y deseos, de sombras enhebrando las pasiones insuperables del ser humano. En las aguas del río se disolvió el cuerpo de Faetón, y en sus recodos las Helíades decidieron encumbrar el dolor y transformarse en álamos. Así lo poetizó Virgilio en sus Geórgicas:

«Ni el Erídano, donde Faetón cayó, ilumina con más claridad las altas copas de los árboles que crecen a su orilla, mientras la resina áurea resbala al río como lágrimas de un dolor eterno».

Para Gastón Bachelard, los ríos son una prolongación del inconsciente, con su flujo perpetuo y fresco, con sus inabarcables variaciones que acentúan la memoria. En su obra El agua y los sueños, dice:

«El agua corre como corre el tiempo; el agua pura es una herida, una marca; el agua sucia es el peso de los días. Por ello, los ríos narran nuestras vidas».

Y para la autora alemana Esther Kinsky, los ríos son una puerta de regreso al pasado, a los caudales que arrincona la adultez, a la visión inmadura de la pureza que desciende por cauces a los que el tiempo desgasta con tanto silencio. En su novela El río (rescatada por Periférica el pasado año 2024), Kinsky confiesa lo siguiente:

«Cuando pensaba en la palabra río, mi mente evocaba programas, perspectivas, visiones de la niñez, postales que me enviaba la memoria. Trasladaba esas visiones y esas perspectivas a un sinfín de ríos, las contrastaba con los paisajes fluviales, como comparándolas. Pero ¿qué cotejaba exactamente?, ¿la diversidad de los tonos azules del cielo y de sus reflejos en sendas orillas?, ¿la promesa de mar y de mayor claridad en la desconocida orilla opuesta?, ¿su encanto? No habría podido decirlo».

En la búsqueda residen la pausa y la contención, el deseo de capturar la anatomía del paisaje, como si este fuese materia que vive y habla; como si en sus recodos residieran fragmentos aislados de lo pretérito. El paisaje puede ser un antiespejo de los múltiples escenarios en los que se diluye la vida. Anudada por el ruido y la contaminante rectitud de las calles, por la sangrante uniformidad de la ciudad, los acontecimientos se suceden como meros actos de repetición y consumo. Nada tiene valor, aunque todo esté en movimiento.

Pero los ríos son los grandes definidores del territorio, única frontera que rodea y a la vez expande los páramos de una memoria a la que Esther Kinsky regresa desde las dos orillas: pasado y presente, futuro y la frugal hipótesis del que se imagina absuelto de cualquier incógnita.

«Todo río es una frontera: he aquí una de las elecciones de mi infancia. El río conforma nuestra visión del otro, nos obliga a detenernos para mirar más atentamente la orilla contraria. Es el escenario móvil en el que la otra tierra, la de enfrente, se va plasmando en una imagen congelada, en un lienzo de fondo que se graba en la memoria».

Como ya demostró con su novela Arboleda (también publicada por Periférica), Esther Kinsky ha sabido hibridar en toda su obra, el ensayo, la crónica personal y la poesía, demostrando un conocimiento de la naturaleza que excede, por su carácter simbólico, la mera contemplación. Por ello, El río es más que una novela autobiográfica: es un recorrido visual por el cauce del río Lea y de los otros muchos que han protagonizado su pasado. Y con él, una exaltación del preciosismo, del detalle, de las miniaturas poéticas que condensan las rabiosas desviaciones del tiempo. Porque la observación, en ocasiones fotográfica, es una herramienta que Esther Kinsky maneja con magistral precisión.

La elección del lenguaje es siempre un reto colmado de penitencias para todo autor. Pero la novelista alemana es dueña de un estilo minucioso y poético que le permite construir tensión donde solo residen el paisaje y sus arbóreos asideros. Alojada en la modesta trinchera de la descripción, su perseverancia en el desglose de lo concreto, de los objetos que exhiben su propia y particular nomenclatura, hace que la confesión que orbita alrededor del relato carezca de importancia. Es el narrador quien imagina y observa. Es él quien observa e imagina lo que la realidad no puede proporcionarle, y Kinsky ha convertido la metáfora, y los diferentes modos de penetrar en ella, en el único y gran personaje de esta historia imprescindible: el de los ríos fugaces y devastados que han atravesado su existencia; el de los ríos que no cesan de fluir cuando nada parece muerto más allá de la vida.

—————————————

Autor: Esther Kinsky. Título: El río. Traducción: Richard Gross. Editorial: Periférica. Venta: Todos tus libros.

La entrada Esther Kinsky y los ríos que no cesan de fluir aparece primero en Zenda.