‘El regreso’: El precio de las leyendas
Habiendo sido ya Catherine y Heathcliff, Hana y el conde Almásy, y ahora Penélope y Ulises, puede decirse que Juliette Binoche y Ralph Fiennes se han convertido en los reyes de las historias de amor épicas y torturadas. Pues sí, El retorno es una adaptación de la parte final de la Odisea, aquella en la... Leer más La entrada ‘El regreso’: El precio de las leyendas aparece primero en Zenda.
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Habiendo sido ya Catherine y Heathcliff, Hana y el conde Almásy, y ahora Penélope y Ulises, puede decirse que Juliette Binoche y Ralph Fiennes se han convertido en los reyes de las historias de amor épicas y torturadas. Pues sí, El retorno es una adaptación de la parte final de la Odisea, aquella en la que Ulises por fin llega de vuelta a Ítaca, la isla de donde era rey, de donde había salido veinte años antes para ir a la guerra en Troya, y donde ahora encontrará una situación muy distinta: su pueblo lo ha dado por muerto, su esposa aún lo espera contra toda desesperanza, y todo tipo de pretendientes acechan la oportunidad de sus vidas… y quizá la muerte de Telémaco, el hijo de ambos. Con un diseño de producción tan minimalista, fibroso y austero como el físico maduro del propio Fiennes, El retorno es una de esas coproducciones internacionales rodadas en la lengua franca, inglés, que ya no se hacen tanto (oficialmente es italo-greco-franco-británico-estadounidense) y que probablemente pasará bastante desapercibida, pero que merecería no serlo.
[Aviso de destripes con un arco y doce hachas en todo el texto]
El director de la película es el italiano Uberto Pasolini, que no es pariente de Pier Paolo Pasolini, pero sí sobrino de Luchino Visconti. Fue economista y banquero primero, pero su pasión es el cine, y antes de dirigir ha sido buscador de localizaciones en Los gritos del silencio, director ayudante en La misión y productor de Full Monty, entre lo más conocido de su currículum. Al presentar El regreso en el Festival Internacional de Toronto, recordó que la última vez que se hizo una versión (estricta) de la Odisea para el cine quien lo encarnó fue Kirk Douglas, en 1955 (aunque hay cosas de Theo Angelopoulos y los hermanos Coen que toman elementos para otras películas suyas y también ha habido versiones para televisión).
La película comienza con lo que parece un clásico del cine de aventuras: un náufrago desmayado en una playa. Pero quien conozca la que es una de las historias más antiguas de la civilización occidental sabe quién es y cómo ha llegado hasta allí: Ulises, u Odiseo, que es como se lo llama aquí, dando nombre a toda una experiencia humana (¡menuda odisea!), ha vuelto a casa por fin tras dejar, literalmente, una Troya ardiendo a sus espaldas. Los detalles de lo que hizo antes de ese momento están contados en la parte anterior de la propia Odisea, y en la Ilíada, un relato de guerras, muerte, destrucción y naturaleza humana con el que se podría describir cualquier batalla subsiguiente en la historia de la Humanidad, pero no se nos revelan en esta película: no hay flashbacks, no hay duelos épicos ni grandes movimientos de tropas. No hay ni caballo de Troya. Lo único que tiene el espectador, y los propios habitantes de Ítaca, para poder imaginar lo que ocurrió es un superviviente de frase lacónica, posiblemente aún con lo que hoy llamaríamos estrés postraumático (quizá algún día sea capaz de describir con detalle truculento cada lance de cada pelea, para que lo sepan otros durante milenios, pero por ahora no), y su mirada de los mil metros. Pero ojo, no se equivoquen: su síndrome, si así lo podemos comparar, no es de los que reducen al personaje a un guiñapo incapaz, sino de los que colocan el cono de un volcán por encima de una herida bajo la cual sigue burbujeando un magma que algún día eruptará. No se trata de “nunca más mataré a nadie”, sino de “la próxima vez que lo haga, que sirva para algo”.
Decir aquello de que la localización de una película es un personaje más es uno de esos tópicos que, aunque a menudo sean ciertos, conviene usar de forma moderada. Y en este caso se lo merece, porque está rodada en las mismas rocas de Corfú y el Peloponeso que vieron pasar tantas naves y marinos similares a Ulises. Lejos de grandes construcciones a lo Partenón o templos de dioses varios, en esta película la residencia de Penélope está principalmente excavada en la roca, con paredes que no fueron erigidas por arquitecto humano, sino horadadas dentro de un refugio que llevaba allí millones de años. No es un espacio pequeño, pero tampoco enorme, lo suficiente para que te encuentres a los pelmazos de los pretendientes por todas partes: tumbados por ahí, folgando por las estancias, sentados por entre los arbustos o en la bajada hacia la costa… La iluminación, las siluetas y las sombras hacen parecer el conjunto como si fuera el lugar de donde Platón sacó la imaginería para su mito de la caverna. Un espacio así sería un lujo para otros, pero aquí acaba resultando opresivo. Al principio lo califiqué de minimalista, pero si eso sugiere una imagen nórdica, suave y estilizada, no se trata de eso, al contrario. Se trata de que por mucho que a Ítaca se la llame un reino y a Odiseo un rey, los lujos que se pueden extraer de aquellas piedras machacadas por el sol son muy pocos, y más durante lo que todavía era la Edad del Bronce. No hay mercados que parecen rastros para turistas, ni gente tumbada ociosa por las playas. El bronceado les viene de ser cabreros, pastores, en general flacos, con rasgos de quizá varios otros lugares a la redonda, en esa esquina del mundo donde Europa, Asia y África están a tiro de barco de vela. Incluso los apellidos de los actores contemporáneos que los encarnan reflejan ese crisol: Antonini, Ahmed, Quarshie, Tsarikoglu, Bar-El, Habib, Santamaria (sin tilde en italiano, pero con tilde y un abuelo marino sería español), Corrigan, Silberfeld, Iordanopoulos, Molina… Pues sí, Ángela Molina, que aparece a punto de cumplir los 70, interpretando aquí a Euricleia, la nodriza de Ulises, a quien reconoce cuando, lavando los pies a quien creía un simple vagabundo, le descubre una cicatriz que hace mucho que no veía. De hecho, cuando alguno se sale físicamente de la norma, como el pretendiente Pisandro (Tom Rhys-Harries tenía que llamarse), que no quedaría fuera de sitio en una banda de synthpop de los (19)80 (dC), es claramente para indicar que es alguien que no busca ganarse el sustento trabajando de sol a sol. Incluso la pálida melenita de Telémaco (Charlie Plummer) nos lo pinta como alguien que necesita salir un poco a ver mundo, que es lo que le va a tocar, como manda la historia. “Cuando averigüe quién es, volverá”, dice su padre.
Porque seguramente lo que más puede gustar de esta película es que a pesar de los diálogos añadidos (cortos, secos, pero con mucha raíz debajo), la trama es bastante fiel a la historia original, y por tanto muy valiosa como material educativo, pero, crucialmente, todo el manto mitológico y sobrenatural desaparece, lo cual acentúa el hecho de que por mucho que a veces parezca que hay un hado que nos tiene predestinados, quienes en realidad somos responsables de lo que hacemos, bueno y malo, dentro de nuestras limitaciones, somos nosotros mismos: la inteligente espera de Penélope, el enfado decepcionado de Telémaco, la astuta labor de reconocimiento del terreno de Ulises, seguida de su implacable venganza, el despreciable desdén de los pretendientes… Todo ello es épico de por sí, pero es humano, sin las alharacas más tremebundas de Zeus y compañía a quienes echarles la culpa. Ni siquiera para montar un infierno nos hacen falta. No necesitamos barqueros ni monedas: el Hades no está al otro lado de un río, está aquí mismo, y somos nosotros mismos.
Este Odiseo vuelve a casa con la cara de quien ha sido criminal a la vez que víctima, sin necesidad de que Palas Atenea lo haga irreconocible arrugando su piel y cubriéndolo de harapos. Incluso la parquedad con la que se menciona su tiempo con otras mujeres (aquí reducido simplemente a una rápida mención a “otra mujer”, sin nombrarla ni comentar nada más sobre ella) seguramente se siente ahora más como fuente de nuevas culpas que como recuerdo de un tiempo (¿merecidamente?) disfrutado. “Pero olvida la guerra ya, eso fue hace años”, le dicen. Él lo niega: “Está en todas partes, está en todo lo que vemos y tocamos: un vaso, la guerra; una mesa, la guerra. Todo. Esperando a que la vuelva a provocar”, reflexión que seguramente puede aplicarse aún hoy en día.
Fiennes es en su físico, a los 61 años de edad, un eco de la propia isla, rocoso, nervudo, con los músculos, los tendones y las venas marcados no por el gimnasio de ociosos sino por la vida dura del soldado y el náufrago de carnes magras, solo las justas y necesarias para mantenerse vivo, que no duda en mostrar incluso en desnudo frontal completo. El actor inglés lleva años queriendo interpretar a Odiseo, y es ahora cuando está perfecto para ello. Su mirada intensa resume cosas que no creeríais, con un simple “no quieres saberlo” y “no puedes entenderlo” cuando Penélope le dice que hay tanto que no sabe y que no entiende. Antes ya ella le había dicho que cómo pueden los hombres encontrar una guerra pero no el camino de vuelta a casa. Y él, igual de escueto, lo resume uniendo los dos conceptos: “Para algunos, la guerra es su casa”. No es mala tampoco su manera de justificar por qué ha tardado tanto en volver a casa: nada de echar las culpas a tormentas, sirenas y demás: “¿Amarías aún al hombre en el que me había convertido?”. No es el mismo hombre que se fue, y lo sabe. La película también parece convertir en una ventaja para Odiseo el hecho de que nadie lo reconozca, excepto, como en el libro, su perro (sí, veinte años, etc, la vieja objeción) y su antigua aya, pero no es una ventaja para así poder camuflar mejor los preparativos de su venganza, sino como alivio de no tener que soportar las atención de sus compatriotas, que lo verían o bien como una decepción física tras las legendarias historias que se cuentan de él (alguno de ellos así llega a decirlo), o bien como un asesino traumatizado e indigno de confianza ajena, un perturbador de la paz, cuya única respuesta para todo es la violencia.
Recuperado tras algunos días, cuando entra en modo veterano de guerra, las escenas de pelea son también parcas y al grano, tanto que alguna de ellas no acaba de estar del todo bien lograda (como la del golpe en la cabeza), y tanto que por una vez a algún espectador le puede apetecer más sangre y violencia de la que hay. Porque para cuando Ulises arma el arco y dispara, la jábega de pretendientes se ha vuelto tan odiosa que un poco más de gore parecería un justo pago. Como ejemplo, al principio, Pisandro buscaba carne fresca de muchacha y tras no encontrarla porque la chica estaba fuera de casa, había soltado un “no he venido hasta aquí para nada” y se había saciado con carne de muchacho en su lugar. Pues mira por dónde: Odiseo tampoco había venido hasta aquí para nada.
Mucho tiempo se lleva intentando realzar la figura de Penélope más allá de la mujer desvalida que espera ser rescatada, y depende de los guiones y de las actrices que la encarnen conseguir algo que se eleve por encima de eso. La estratagema de tejer y destejer para alargar el cumplimiento de la especie de promesa de que cuando acabe esto tomaré una decisión ya revela una astucia comparable a la de su marido en varias peripecias anteriores. En este caso, a Binoche se la hace remarcar el sufrimiento que provocan las guerras, el intentar evitar que el hijo vaya por el mismo camino que el padre, y el reto impuesto a los pretendientes como culminación tras tanta espera: quien crea que es mejor de lo que fue Odiseo, que tense el arco, metáfora de que alcance su misma categoría como merecedor de ser rey. Y no se trata de fuerza física, porque, como demuestra Ulises calentando el arco al fuego para facilitar que se doble, se trata de saber lo que estás haciendo y de usar el cerebro, que es el primer arma que un monarca necesita.
El silencio de Penélope se interpreta más como un morderse la lengua y esperar el momento oportuno que el de una víctima desvalida, ya que entonces bastaría haber cedido ante el pretendiente más adecuado, dentro de lo que cabía. Por contra, es la buena jugadora de cartas que espera pacientemente jugárselo todo solo cuando le llegue la baza buena, dando rienda suelta entonces a la rabia y crueldad necesaria. Y es así como es ella quien hace que el final sea lo más parecido posible a un final feliz que pueden tener sus personajes, en la única escena en la que se los ve juntos (antes habían coincidido un par de veces, pero eran con él como pordiosero y como pretendiente, no como su marido vuelto tras tanto tiempo), y donde ella le lava la última sangre que debería derramar en su vida, como una diosa que le perdona los pecados, porque es la única que puede hacerlo. De hecho, a ella corresponden las últimas palabras, no a él: mientras que Odiseo propone que es mejor olvidar, Penélope opta por la memoria, por el recuerdo, por aprender, por curar las heridas, por esforzarse en que todo esto haya servido para algo: “Tu pasado será mi pasado, y el mío tuyo. Recordaremos, y luego olvidaremos, juntos. Y entonces viviremos. Y envejeceremos. Amigos de nuevo. Juntos”. Cualquier relación de pareja, torturada o no, podría beneficiarse de algo así.
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