La vida se compone de treguas
El leitmotiv consolador —que no moraleja— de 'Un puente sobre el Drina', de Ivo Andric, es que todo pasa, como el agua bajo los arcos. No hay tragedia lo bastante fuerte para destruir una comunidad hasta sus raíces. La vida, impertérrita y terca, se abre paso siempre, y en la memoria de los pueblos permanece lo bueno y se olvida lo amargo. La entrada La vida se compone de treguas se publicó primero en Ethic.
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No sólo Franco murió en 1975, también enterraron a gente buena ese año. Entre ellos, un premio Nobel de Literatura llamado Ivo Andric. En verdad, no sé si Andric fue bueno o no, aunque en comparación con Franco cualquiera sale favorecido, pero sí fue un escritor enorme que comprendió como pocos el busilis de la vida. Quizá porque le dio tiempo a vivir un par de apocalipsis, aunque se libró del tercero, la guerra que devastó su Yugoslavia pocos años después de su muerte en Belgrado. Mucho antes, en su primera juventud, estuvo preso por conspirar contra el Imperio austrohúngaro (la policía sospechó que estaba en el complot que asesinó al archiduque en Sarajevo en 1914), y luego, ya como diplomático de carrera, le tocó ver el nazismo en Berlín, donde era embajador, y la ocupación de su país por los alemanes. Pasó el final de la guerra en un piso de Belgrado, en una especie de tranquilísimo exilio interior, y allí escribió su gran novela, Un puente sobre el Drina, lectura ideal para ciudadanos de este siglo nuestro, tan resbaladizo y mutante. Se publicó en 1945, hace ochenta años.
El libro cuenta la historia de un puente de once ojos, un puente real que cruza el Drina a la altura de Visegrad, casi en la frontera entre Bosnia-Herzegovina y Serbia. Lo construyeron los turcos en el siglo XVI, cuando aquello era el Imperio otomano, y desde entonces es un punto crucial en el camino entre Sarajevo y Belgrado. A modo de cuentos encadenados, la historia del pueblo de Visegrad se convierte en la historia de los Balcanes y de un mundo en cambio constante, que sin embargo se mantiene inmutable gracias al puente y a la vida que se comparte en él. Para los visegradenses, el puente no es sólo una forma de salvar el río, sino el alma de su vida, el ágora, el escenario donde transcurre su existencia. Andric nos cuenta que empiezan de niños jugando en los pilares y la ribera, cazando lagartijas y palomas, y se hacen adultos en el centro del puente, en la llamada kapija, una especie de plaza con gradas donde se bebe, se come, se baila, se corteja y, en épocas negras, se ejecuta y se empala a los disidentes. El puente es testigo también de su final, pues por él cruzan los cortejos fúnebres.
El puente sirve a Andric para demostrarnos que no importa quién gobierna, quién es perseguido y quién persigue, qué lengua o religión son oficiales o si corren tiempos de riqueza o de pobreza. La vida trasciende los accidentes de la historia y se muestra idéntica en sufrimientos y alegrías. Lo único que necesita una comunidad para perpetuarse y no sucumbir a las tragedias periódicas es un puente sólido, una obra colectiva inmune a los cambios que permita a los vecinos reconocerse y reagruparse.
En una especie de tranquilísimo exilio interior, Andric escribió su gran novela, ‘Un puente sobre el Drina’
Los visegradenses son simpáticos y un punto estoicos. Los bandidos no les asaltan cuando los avistan por los caminos porque saben que nunca tienen un céntimo: se gastan el dinero en placeres tan pronto como lo ganan. Siglo tras siglo, preservan esa forma de sabiduría práctica que consiste en no darle demasiadas vueltas a las cosas ni tomarse nada a la tremenda. Por eso, las peleas del mundo sólo les afectan cuando llegan los ejércitos invasores. Puede que los serbios y los turcos (cristianos y musulmanes) se llevasen muy mal ahí afuera, pero en el Visegrad de principios del XIX, cuando alguien quería decir que dos tipos eran muy amigos, decía que se entendían tan bien como el mulá y el cura. La discordia siempre venía de fuera.
Andric no vivió para ver cómo la guerra de Yugoslavia le añadía unos cuantos capítulos a su novela, y que la ocupación del puente de Visegrad y las matanzas perpetradas sobre él o bajo sus pilares se repitieron con crueldad redoblada. Ahí sigue el puente, con sus once ojos, sobreviviente a su pesar, atracción turística de una Bosnia abrazada a una bendita amnesia que sólo se rompe cuando se abre una nueva fosa común desbordada de esqueletos. Hoy Visegrad es homogéneamente serbio. Primero desaparecieron los judíos (sefarditas que hablaban español, por cierto), deportados a Auschwitz, y medio siglo después, los musulmanes.
El leitmotiv consolador —que no moraleja— de Un puente sobre el Drina es que todo pasa, como el agua bajo los arcos. No hay tragedia lo bastante fuerte para destruir una comunidad hasta sus raíces. La vida, impertérrita y terca, se abre paso siempre, y en la memoria de los pueblos permanece lo bueno y se olvida lo amargo. Dice Andric que los visegradenses recuerdan los besos y las travesuras y los días de fiesta que vivieron en la kapija, pero no los cuerpos empalados, los controles militares ni las cabezas clavadas en postes a modo de advertencia para rebeldes. Miente un poco, Andric, porque algunos sí recuerdan. Él mismo, historiador metido a novelista, por ejemplo, se encarga de recordarlos con detalle. Pero entendemos lo que quiere decir, y si echamos un vistazo a nuestras vidas, podemos darle buena parte de razón.
La vida trasciende los accidentes de la historia y se muestra idéntica en sufrimientos y alegrías
Más bonito es otro hábito de los visegradenses: «En la sangre llevan la certidumbre de que la buena vida se compone de treguas y de que sería alocado y absurdo enturbiar esas escasas treguas buscando una vida más firme y estable que no existe».
A los visegradenses de Andric les sonaría muy raro eso que se puso de moda cuando la peste de 2020 de que los europeos habíamos descubierto la fragilidad. La fragilidad se descubre al nacer, y nadie que no sea tonto de solemnidad deja de sentirla nunca. Junto a los personajes de Andric, parecemos idiotas que no saben de la misa la mitad: ni disfrutamos de las treguas (ciertamente las enturbiamos buscando una vida más firme y más estable que no existe) ni comprendemos que la normalidad consiste en que los soldados monten guardia en la kapija y empalen a los desgraciados que intentan cruzarla (o les pongan aranceles o verjas con sirgas tridimensionales). Por eso hay que bailar y disfrutar mucho de los ratos en que la kapija está libre para nuestro placer, y los vendedores de sandías pregonan a gritos su mercancía, y los borrachos dicen obscenidades, y los niños pintan rayuelas sobre la piedra pulida.
El puente siempre va a estar ahí, pero nosotros no lo vamos a disfrutar siempre.
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