El regalo (I)

El púrpura y oro de la túnica se derramaban sobre el lecho, que aún olía a sexo apresurado. —¡Qué belleza! Pero ¿por qué? —la cara de Yolé se volvió un interrogante. —Es su manera de aceptar este matrimonio. Si no, ¿a qué se debería este regalo de boda? —Hemos tardado, ¿eh? Quince años, desde la... Leer más La entrada El regalo (I) aparece primero en Zenda.

Feb 3, 2025 - 09:27
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El regalo (I)

—Querida, mira lo que me manda mi esposa.

El púrpura y oro de la túnica se derramaban sobre el lecho, que aún olía a sexo apresurado.

—¡Qué belleza! Pero ¿por qué? —la cara de Yolé se volvió un interrogante.

—Es su manera de aceptar este matrimonio. Si no, ¿a qué se debería este regalo de boda?

—Hemos tardado, ¿eh? Quince años, desde la primera vez que me pretendiste. Entonces fue el miedo de mi padre el que prohibió esta unión, después tu falta de espera con ese matrimonio de conveniencia, y luego la crianza de tus hijos. Y ahora, por fin, has vuelto a por mí, aunque…

"Había amado a Deyanira durante años, los mismos que tuvo que olvidarse de Yolé. Ahora no había dejado de amarla, la quería, pero no como se quiere a una mujer"

Ese «aunque» cargado de reproches sonó como un susurro tan imperceptible que ni siquiera llegó a los oídos de Heracles. Yolé selló sus palabras con un beso que al hombre le supo dulce y caliente. Aún después de tantos años, esa mujer era capaz de poner a ebullición su sangre, azuzada por el placer. Sin embargo, hacía años que Deyanira, su esposa legítima, se la ponía a hervir por la indiferencia que le dedicaba.

—Nunca te olvidé.

—Yo tampoco lo hice.

—Lo sé… Bueno, querida, creo que el sacerdote espera. Es nuestro momento. Ve a vestirte; yo me pondré esta túnica. Es toda una declaración de intenciones. Soy libre, libre para casarme contigo.

***

El baño desentumeció los hombros de Heracles, constreñidos por la lucha interna. Había amado a Deyanira durante años, los mismos que tuvo que olvidarse de Yolé. Ahora no había dejado de amarla, la quería, pero no como se quiere a una mujer. La quería como compañera, como madre de sus hijos, como confidente, como ecónoma de su casa y de su hacienda, como amiga, pero hacía mucho que no visitaba su lecho. Su cuerpo había cambiado, pero no era eso lo que la hacía rechazarla, sino que ya no lo miraba como antes, él ya no se sentía ante sus ojos como el mismísimo Zeus. Sin embargo, en la mirada de Yolé había vuelto a ver esa admiración y solo eso había hecho que la prefiriese. Se preguntaba si también para Yolé moriría alguna vez su fama, asfixiada por la cotidianidad de la convivencia o por el peso de la culpa. Al fin y al cabo, en pos de ese amor él había terminado con la vida de su padre y de sus hermanos.

"Ya frisaba esa edad imprecisa en la que uno no puede decirse joven, pero tampoco llega a ser tan mayor que los huesos le duelan o le cueste andar"

Se compadeció de Deyanira. Mientras el agua recorría sus músculos, sus pensamientos visitaron los momentos de felicidad vividos junto a ella. Eran recuerdos bonitos y tampoco quería desprenderse de ellos: la primera vez que la besó, la primera vez que la tomó, sus esponsales, el primer hijo que le dio. Suspiró y sintió que había tenido una vida feliz, pero que ahora empezaba una nueva. El alma le dio un brinco y saltó de la bañera. Un esclavo lo esperaba con un tarro de ungüento. Se recostó en una camilla y se dejó mimar. Era el baño lustral, uno de los rituales asociados al matrimonio. Yolé, en sus aposentos estaría haciendo lo mismo: deshacerse del pasado y de los recuerdos a través de la pureza del agua.

Todo iba sobre la marcha. Aún quedaba una hora para la ceremonia. Tenía tiempo de ponerse guapo para ella. El masajista lo envolvió en una pequeña toalla de lino, su pecho lucía moreno. Cuando llegó el barbero, le recortó la barba a la moda, le acomodó los rizos y le dibujó una pequeña ralla de kohl en sus ojos.

—Estoy guapo a pesar de mi edad —dijo, presumido, dirigiéndose a Licas, el esclavo de confianza que le acababa de dejar aquella rica túnica, mandada por la que iba a ser su exesposa.

Ya frisaba esa edad imprecisa en la que uno no puede decirse joven, pero tampoco llega a ser tan mayor que los huesos le duelan o le cueste andar. Se sentía bien, como la primera vez que contrajo matrimonio quince años atrás.

—Está perfecto, señor. ¡Venga, que se ha demorado!

***

En la habitación contigua, las lágrimas de Yolé se mezclaban con el agua que una esclava escanciaba sobre su pelo.

—Si no es indiscreción, ¿puedo saber qué le pasa, señora?

—Ay, Deiné, ¿alguna vez la muerte y la tristeza han sido cómplices de tu alegría? —dijo, sentándose empapada sobre el filo de la pila de piedra labrada.

—No entiendo la pregunta, señora. A veces, en medio de las mayores tristezas, podemos llegar a encontrar momentos felices, pero ¿cómplice? ¿la muerte? ¿A qué se refiere?

—Lo sabes bien. Has acompañado mis desvelos desde que lo conocí. ¿Te acuerdas?

—Claro que me acuerdo. Fue todo un acontecimiento el día que tu padre anunció que buscaba un pretendiente digno de tu mano. Recuerdo cómo llegaban los mensajeros de las partes más recónditas del reino exigiendo tu mano y cómo tu padre, sabiamente, decidió organizar aquel certamen de tiro con arco.

—Y él llegó por casualidad. Fue el hado que ahora ha desenmarañado su telaraña el que lo trajo aquí y a mí.

—Así es el destino, señora. Esto es lo que quería para vos y ha tardado…

—Pero con él se ha llevado todo lo que conocí. Heracles me ganó una primera vez limpiamente y, por culpa de su fama de asesino, no obtuvo su premio. Y ahora, después de macerar su rencor por años, lo obtiene. ¡Deiné, me caso con el asesino de mi padre, con el verdugo de mi hermano! —las lágrimas se atrincheraron en los ojos de Yolé, que se enrojecieron por la presión, la vena de su frente comenzó a galopar al ritmo de los recuerdos y un grito se coló entre los sollozos— ¡Y aún así lo amo! ¿Cómo puede sobrevivir el amor a tanto sufrimiento? ¿Cómo? ¿Acaso la locura me ha tomado como rehén?

—Ay, niña, el amor, siempre el amor. Ya lo decía el poeta, invencible en la batalla.

—¿Cuántas batallas habré de librar aún? Me debatiré entre el amor y el rencor. Y dime tú, que eres tan sabia, ¿quién ganará la partida?

—Eso solo el tiempo lo dirá. Sé que aún el duelo por lo ocurrido os nubla las noches, pero también durante años ha pedido a los dioses que él volviera y se lo han concedido. Debe agradecerles que se hayan doblegado a sus súplicas.

—¿Y de qué manera? Perdiendo lo que tanto amaba.

—Hay veces que debemos temer que se cumpla lo que se pide, porque nunca sabemos cuál es la forma en que se cumplirá. Pero no lloréis más, oscureceréis vuestra belleza y no querréis que vuestro futuro marido os vea así.

—Tienes razón, siempre tienes razón. Llama a las peinadoras.

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