El frágil orden del universo, de Eduardo Quijano Sánchez

La ópera prima de Eduardo Quijano es un libro de relatos de situaciones alocadas que, animadas por el espíritu que se sustrae a toda corrección política, se despliegan ante nuestros ojos como flores carnívoras con un inconfundible y personalísimo humor ácido. En Zenda reproducimos un par de relatos de El frágil orden del universo (Cazador... Leer más La entrada El frágil orden del universo, de Eduardo Quijano Sánchez aparece primero en Zenda.

Feb 3, 2025 - 09:27
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El frágil orden del universo, de Eduardo Quijano Sánchez

La ópera prima de Eduardo Quijano es un libro de relatos de situaciones alocadas que, animadas por el espíritu que se sustrae a toda corrección política, se despliegan ante nuestros ojos como flores carnívoras con un inconfundible y personalísimo humor ácido.

En Zenda reproducimos un par de relatos de El frágil orden del universo (Cazador de ratas) de Eduardo Quijano Sánchez.

***

Tormenta

La nieve continúa cubriendo las calles y las casas bajas del pueblo.

Jack, nervioso, deja su bicicleta en el suelo y se sienta al lado de Phil en uno de los bancos del parque.

—Phil… —dice Jack, se levanta la gorra y se aparta la bufanda de la cara—. ¿Te acuerdas de Ted Sarkusky, el gordo de séptimo, el que murió el año pasado porque le cayó un rayo? ¡Ha revivido!

—¿Revivido? —contesta Phil, y se sube el cuello de la cazadora.

—Sí —dice Jack—. Lo he visto por la avenida principal, pálido, arrastrando los pies, como un zombi de esos de las películas. Le he preguntado adónde iba.

—¿Y adónde coño iba?

—Ted me dijo que iba a comprar una colección de cómics que se quedó con ganas de leer. Y, aprovechando que a estas horas su madre y su padre aún están en el trabajo, se pasaría por casa a hacerse una paja delante del ordenador —dice Jack—. En el Otro Mundo no hay porno.

—¡Vaya mierda!… ¿Te puedes creer que el otro día mi madre me hizo andar cinco kilómetros para que le comprara un cartón de leche?

—Me lo creo… —dice Jack—. La semana pasada mi padre, en pleno temporal, me mandó a comprar otro enanito para el jardín porque decía que teníamos enanitos impares y eso daba mala suerte.

Los dos chicos miran el cielo cubierto de nubes grises.

—Me voy a ver qué tal le ha ido a Ted Sarkusky —suelta Jack.

Y se levanta del banco. Se coloca su bufanda, se ajusta la gorra, coge su bici y se despide de Phil.

Phil se queda sentado mirando cómo cae la nieve alrededor.

*

Horas después, cuando ya ha oscurecido, Jack, sujetando la bici con las dos manos, regresa al banco donde continúa Phil, ahora cubierto de nieve.

—He visto a Ted Sarkusky en la avenida. Regresaba al cementerio. Me ha dicho que sus padres estaban en casa. Habían salido antes del trabajo por el temporal y le echaron a perder la paja. Nada más verlo, su madre le puso a quitar la nieve de la entrada y a colocar la compra del mes en la alacena. Su padre llamó al colegio para decir que Ted había regresado. Y le pusieron todos los deberes que no había hecho durante este tiempo. Ted ha salido corriendo de vuelta a su tumba.

Los dos muchachos se miran. Acto seguido observan las casas bajas que los rodean, sepultadas por la nieve.

—Yo tampoco quiero volver a casa —dice Phil.

—Ni yo.

Los pájaros vuelan bajo en busca de un lugar donde esconderse de la tormenta.

La nieve sigue cayendo.

Las calles continúan vacías.

A lo lejos se encienden las luces de las casas, el único sitio del pueblo donde a esas horas parece haber vida, o algo parecido a la vida.

***

El frágil orden del universo

—Bob —soltó mi amigo Tom, con el brazo encima de la mesa—, ¿qué coño importa quién sea el último en acabarse una lata de birra?

Agarré el hacha con las dos manos. Era enorme y mi padre la guardaba en el sótano para cortar leña en situaciones urgentes como esta.

—Tom —le dije, intentando hacerle ver la importancia de aquel acto—, esta es una apuesta. El último en beberse su cerveza pierde un brazo. Y una apuesta es una apuesta. Aquí y en todos los sitios. Tú has perdido. Y si yo no puedo confiar en tu palabra, tampoco podré confiar en la del vecino, ni en la del vecino del vecino del vecino. Y, entonces, ya no podré confiar en nadie. Y si no puedo confiar en nadie, ya te has cargado toda nuestra sociedad. Y reinará el caos.

En la mesa de al lado tenía todo listo. Vendas, alcohol y una neverita de camping llena de hielo.

A nuestro alrededor, Max, mi perro, un enorme San Bernardo, no paraba de molestar, dando saltos y moviéndose de un lado a otro. Hacía meses que estaba nervioso.

Tras el accidente, el espíritu de mi padre se había reencarnado en aquel chucho, que apareció esperándonos en la puerta de casa justo el día que volvimos del cementerio después de enterrarle.

Tom, pálido, agachó la cabeza.

Miré por la ventana. En la calle seguía nevando.

—Sí. Vale —balbució Tom—. Una apuesta es una apuesta. Pero lo que hagas hoy con tus amigos, también determinará el orden del universo y te perseguirá toda la vida… Quieras o no…

—Sí. Comprendo —dije muy seguro.

—Voy a perder el brazo, Bob…

—No, Tom. No vas a perder tu brazo. Te lo prometo.

—¿Y si dejamos todo esto para otro día? ¿Eh? —soltó.

Levanté el hacha con las dos manos.

Me eché hacia atrás. Y le dije que no mirara.

Después del golpe, vi a través de la ventana cómo todos los pájaros que había en la calle se desbandaban de repente.

*

Dos minutos después salí corriendo a la calle.

Nevaba con fuerza.

Subí la puerta del garaje. Saqué marcha atrás el viejo Ford de mi padre y lo dejé aparcado en la acera con el motor encendido.

Luego volví corriendo a casa a por Tom.

Tom, todavía al lado de la mesa, llevaba la herida envuelta en un enorme trapo, a la altura del codo, atado con una goma que habíamos encontrado en la cocina para evitar la hemorragia.

El trozo de brazo cortado había saltado al suelo tras el golpe.

Con la rapidez de una gran emergencia, dispuesto a cumplir mi palabra, saqué a mi amigo de casa. Lo ayudé a entrar en el coche.

Luego volví a por el brazo.

El plan era irnos al hospital para que se lo cosieran.

Pero, al abrir la puerta, Max salió en tromba, juguetón, con el brazo de Tom en la boca, y corrió calle abajo.

A papá, cuando estaba vivo, también le encantaba fastidiarnos jugando a escondernos cosas.

—¡Max! —grité—. ¡Max!

Pero Max no paraba.

Tom bajó la ventanilla del coche y gritó:

—¡Bob! ¡Se escapa! ¡Se escapa!

Recordé entonces el viejo rifle que guardaba mi padre en el salón y corrí a por él.

De nuevo en la calle apunté con el arma a Max, que huía, rápido como un demonio, perdiéndose entre las casas nevadas.

Algo dentro de mí me decía que no podía pegarle un tiro.

No. Dentro de aquel chucho estaba el espíritu de mi padre. Y si disparas a tu propio padre… ¿qué nos queda después?

Pero también le había prometido a Tom que recuperaría su brazo. Y una promesa es una promesa.

Levanté la vista al cielo nublado.

La tormenta no amainaba.

Con el rifle entre las manos, intentaba mantener el frágil orden del universo, hasta que otra vez volviéramos a tener la situación bajo control.

(…)

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Autor: Eduardo Quijano Sánchez. Título: El frágil orden del universo. Editorial: Cazador de ratas.

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