David contra Goliath

Ya les avanzo desde la primera línea que el gigante va ganando la partida. Hubo un tiempo en que la hostelería era un sector de Davides, pequeños empresarios autodidactas que cuadraban las cuentas a base de meter horas detrás de la barra, implicar a todos los miembros de la familia y tejer con los clientes de diario una relación prácticamente familiar. En su pueblo o en su barrio, todo el mundo conocía el nombre del tabernero y el tabernero conocía el nombre de todo el mundo.

Ese bar de la esquina o esa modesta casa de comidas levantada con ahínco por héroes de andar por casa haría reír a carcajadas a los actuales peces gordos del sector, que les mirarían por encima del hombro al verles hacer la cuenta de la vieja. Pero lo cierto es que muchos de ellos consiguieron con ese trabajo humilde dar a sus hijos unos estudios universitarios que les alejaran de la barra, pagar cómodamente el piso y hasta comprarse un apartamentito en Benidorm para pasar el retiro.

Hoy la hostelería está dejando de ser un negocio de pequeños emprendedores –salvo honrosas excepciones de las que tratamos de dar cuenta en estas páginas– para convertirse en un sector poblado por proletarios que trabajan para grupos empresariales que controlan a un tiempo decenas de establecimientos. Por algo acodarse en la barra de un bar y que te atienda el dueño se ha convertido en un lujo casi extinto.

Estos Goliath esquivan la mala imagen que desprenden las franquicias dotando a cada garito de un nombre y una imagen propia, estaba tentado a decir personalidad, pero eso son palabras mayores. Se han repartido los mejores locales de las zonas más animadas, tocan todos los palos de la oferta gastronómica y han logrado seducir a un público que, hipnotizado por una decoración pintona, prefiere ignorar las consecuencias de ese proceso inexorable de concentración.

Lo más sangrante es que muchos de esos gigantes han adoptado para venderse una jerga que evoca la memoria de las abuelas –vaya usté a saber de quién–, las cazuelitas de recetas caseras –aunque se elaboren en una cocina industrial–  o el ambiente castizo de esas modestas tabernas a las que están dejando sin aire.