Masculinidad en crisis y el auge de la extrema derecha joven
El reto es gigante, pero la historia demuestra que la reacción no es irreversible. Las fuerzas progresistas deben entender que las formas tradicionales de comunicación política han dejado de ser eficaces y que la batalla cultural se libra en nuevos territorios En el año 2015, a pocas semanas de las elecciones generales, las encuestas reflejaban que el 18,6% de los jóvenes entre 18 y 24 años tenía intención de votar a Podemos o a Izquierda Unida. La suma de ambas fuerzas representaba la principal candidatura para ese sector poblacional, muchos de los cuales iban a votar por primera vez en democracia. Diez años más tarde, sin embargo, la fotografía ha cambiado radicalmente. La encuesta del mes de enero del CIS refleja que la principal fuerza política entre los jóvenes de entre 18 y 24 años es con gran diferencia VOX, que recibiría un 22,9% de los votos. Le sigue el PP, con un 16,3%, y PSOE, con un 14,1%. Las fuerzas de izquierdas quedan muy relegadas, con SUMAR con un 5,4%, Podemos un 2,6%, Más País un 0,3% e Izquierda Unida un 0%. La señal de alarma no nace sólo en el CIS, pues la encuesta que acaba de publicar 40db proporciona la misma fotografía, e incluso otorga a la extrema derecha un mayor porcentaje de voto entre los jóvenes. Todas estas cifras están describiendo un cambio ideológico muy profundo en la sociedad, de la que los jóvenes son su expresión más cruda. Se trata de personas sin mochilas ideológicas y con poco conocimiento del pasado, criadas en democracia aunque en un contexto de doble crisis económica, con serias dificultades para emanciparse materialmente, y con un acercamiento a la política profundamente distinto al de sus padres y abuelas. Su «marca generacional», como la llama Oriol Bartomeus en su excelente libro El peso del tiempo, está definida por el individualismo, la incertidumbre, la conexión a internet mediante smartphone, y la apatía y desconfianza política. No es sólo un fenómeno español, sino europeo y global. En Francia, el 30% de los jóvenes votó a la extrema derecha en las últimas elecciones europeas. También en Alemania el 15% de este grupo social se decantó por la ultraderecha heredera de los nazis. En otros países europeos las tendencias son idénticas. Los jóvenes, a quienes la narrativa estándar asociaba hasta hace poco con los movimientos de izquierdas y progresistas, están ahora mismo de forma mayoritaria en el otro lado del campo ideológico. La diferencia de género en esta cuestión es enorme, ya que el porcentaje de apoyo a Vox entre los hombres jóvenes es del 29%, mientras que entre las mujeres jóvenes es del 16,5%. De hecho, entre las mujeres jóvenes la primera fuerza es el PSOE, aunque la ventaja es mínima. Esto está en línea de lo que vemos en toda Europa y en EEUU, donde los estudios demoscópicos han subrayado que las mujeres se decantan crecientemente por la izquierda mientras que los hombres lo hacen por la derecha. Sin duda, la amenaza de pérdida de privilegios por parte de los hombres jóvenes es un factor importante en esta historia. Ahí tenemos el fenómeno de la manosfera, los incels y otros subgrupos de masculinidades tóxicas que alimentan los ejércitos de la ultraderecha. Detrás de este proceso no hay capricho, ni moda, sino una reacción política racional pero primaria ante la pérdida de sus privilegios. Las mujeres jóvenes no quieren vivir como sus abuelas, explotadas en casa y sumisas en la intimidad, ni tampoco como sus madres, doblemente explotadas dentro y fuera de casa, y exigen igualdad a los hombres de su generación. Muchos de ellos, por el contrario, sí quieren vivir como sus padres y, si es posible, incluso como sus abuelos, y no soportan la idea de renunciar a ese privilegio para tener relaciones con mujeres. El culpable, en consecuencia, es el feminismo, que habría inoculado en las mujeres -y en la sociedad- valores y sueños que las alejan del comportamiento de sus madres y sus abuelas. Hay, en este sentido, una abismal diferencia de expectativas respecto a cómo deben articularse las relaciones sociales y sexuales entre géneros. Y eso acaba teniendo traducción política. Más allá del género, los estudios señalan distintas razones que ayudan a explicar este desplazamiento tan grande que se está produciendo, entre las que destacan la situación de incertidumbre vital, la desconfianza de los partidos tradicionales y el uso de las redes sociales. Esto último es especialmente relevante, ya que es uno de los lugares principales en los que se socializa esta generación. Allí, entre los algoritmos diseñados para captar nuestra atención, descubren los primeros mensajes políticos de la ultraderecha -que para ellos no significan nada peyorativo a priori- y a sus protagonistas. Y son los propios algoritmos los que les empujan no al contraste de ideas sino a bucear más y más en el mensaje recibido por las emisiones ultras. La lista de youtubers e influencers explícitamente de
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El reto es gigante, pero la historia demuestra que la reacción no es irreversible. Las fuerzas progresistas deben entender que las formas tradicionales de comunicación política han dejado de ser eficaces y que la batalla cultural se libra en nuevos territorios
En el año 2015, a pocas semanas de las elecciones generales, las encuestas reflejaban que el 18,6% de los jóvenes entre 18 y 24 años tenía intención de votar a Podemos o a Izquierda Unida. La suma de ambas fuerzas representaba la principal candidatura para ese sector poblacional, muchos de los cuales iban a votar por primera vez en democracia. Diez años más tarde, sin embargo, la fotografía ha cambiado radicalmente.
La encuesta del mes de enero del CIS refleja que la principal fuerza política entre los jóvenes de entre 18 y 24 años es con gran diferencia VOX, que recibiría un 22,9% de los votos. Le sigue el PP, con un 16,3%, y PSOE, con un 14,1%. Las fuerzas de izquierdas quedan muy relegadas, con SUMAR con un 5,4%, Podemos un 2,6%, Más País un 0,3% e Izquierda Unida un 0%. La señal de alarma no nace sólo en el CIS, pues la encuesta que acaba de publicar 40db proporciona la misma fotografía, e incluso otorga a la extrema derecha un mayor porcentaje de voto entre los jóvenes.
Todas estas cifras están describiendo un cambio ideológico muy profundo en la sociedad, de la que los jóvenes son su expresión más cruda. Se trata de personas sin mochilas ideológicas y con poco conocimiento del pasado, criadas en democracia aunque en un contexto de doble crisis económica, con serias dificultades para emanciparse materialmente, y con un acercamiento a la política profundamente distinto al de sus padres y abuelas. Su «marca generacional», como la llama Oriol Bartomeus en su excelente libro El peso del tiempo, está definida por el individualismo, la incertidumbre, la conexión a internet mediante smartphone, y la apatía y desconfianza política.
No es sólo un fenómeno español, sino europeo y global. En Francia, el 30% de los jóvenes votó a la extrema derecha en las últimas elecciones europeas. También en Alemania el 15% de este grupo social se decantó por la ultraderecha heredera de los nazis. En otros países europeos las tendencias son idénticas. Los jóvenes, a quienes la narrativa estándar asociaba hasta hace poco con los movimientos de izquierdas y progresistas, están ahora mismo de forma mayoritaria en el otro lado del campo ideológico.
La diferencia de género en esta cuestión es enorme, ya que el porcentaje de apoyo a Vox entre los hombres jóvenes es del 29%, mientras que entre las mujeres jóvenes es del 16,5%. De hecho, entre las mujeres jóvenes la primera fuerza es el PSOE, aunque la ventaja es mínima. Esto está en línea de lo que vemos en toda Europa y en EEUU, donde los estudios demoscópicos han subrayado que las mujeres se decantan crecientemente por la izquierda mientras que los hombres lo hacen por la derecha.
Sin duda, la amenaza de pérdida de privilegios por parte de los hombres jóvenes es un factor importante en esta historia. Ahí tenemos el fenómeno de la manosfera, los incels y otros subgrupos de masculinidades tóxicas que alimentan los ejércitos de la ultraderecha. Detrás de este proceso no hay capricho, ni moda, sino una reacción política racional pero primaria ante la pérdida de sus privilegios. Las mujeres jóvenes no quieren vivir como sus abuelas, explotadas en casa y sumisas en la intimidad, ni tampoco como sus madres, doblemente explotadas dentro y fuera de casa, y exigen igualdad a los hombres de su generación. Muchos de ellos, por el contrario, sí quieren vivir como sus padres y, si es posible, incluso como sus abuelos, y no soportan la idea de renunciar a ese privilegio para tener relaciones con mujeres. El culpable, en consecuencia, es el feminismo, que habría inoculado en las mujeres -y en la sociedad- valores y sueños que las alejan del comportamiento de sus madres y sus abuelas. Hay, en este sentido, una abismal diferencia de expectativas respecto a cómo deben articularse las relaciones sociales y sexuales entre géneros. Y eso acaba teniendo traducción política.
Más allá del género, los estudios señalan distintas razones que ayudan a explicar este desplazamiento tan grande que se está produciendo, entre las que destacan la situación de incertidumbre vital, la desconfianza de los partidos tradicionales y el uso de las redes sociales. Esto último es especialmente relevante, ya que es uno de los lugares principales en los que se socializa esta generación. Allí, entre los algoritmos diseñados para captar nuestra atención, descubren los primeros mensajes políticos de la ultraderecha -que para ellos no significan nada peyorativo a priori- y a sus protagonistas. Y son los propios algoritmos los que les empujan no al contraste de ideas sino a bucear más y más en el mensaje recibido por las emisiones ultras. La lista de youtubers e influencers explícitamente de ultraderecha, o que simpatizan con sus ideas, es considerablemente más larga que la lista de sus homólogos en la izquierda.
Probablemente, el contexto sociopolítico de fondo también contribuye a explicar la fertilidad con la que se reproducen los mensajes de odio de la ultraderecha. El miedo se está apoderando de las sociedades más desarrolladas, y la batalla del penúltimo contra el último está vehiculando gran parte del discurso cotidiano de cada vez más gente. El miedo ha sido siempre el arma de las derechas, y en el contexto de crisis climática y sus consecuencias -entre las que están las guerras por los recursos y el empobrecimiento de los países más pobres, ambas cosas traduciéndose en incremento de flujos migratorios-, las fuerzas reaccionarias juegan con ventaja. En este contexto, un algoritmo que nos muestra incesantemente en nuestros teléfonos vídeos de asesinatos supuestamente cometidos por refugiados, fake news sobre inmigrantes y las últimas grandes barbaridades de Trump, Musk, Abascal o Ayuso, son un combustible perfecto para el incendio de nuestras mentes.
La situación no es fácil. Aquella generación que hace diez años iba a votar como primera fuerza a Podemos-IU hoy está desencantada e, incluso, también en retirada. Hoy tienen entre 25 y 34 años, votarían al PP, PSOE, Vox, Sumar, SALF y Podemos, en ese orden, y sólo están un poquito más inclinados a la izquierda que los más jóvenes.
Con todo, que no sea fácil no significa que sea imposible. Gran parte de la sociedad sí tiene conciencia de los riesgos que implica a todos los niveles la ultraderecha, es feminista o está decididamente convencida de que hay que defender la democracia. El pasado 23J, cuando la derecha creyó que ganaría las elecciones que finalmente dieron el gobierno a la izquierda, estos movimientos de fondo ya estaban presentes. Pero no fueron suficientes porque, mal que bien, la izquierda supo y pudo resistir. Ahora toca rehacerse para que en 2027 otro nuevo muro progresista ponga freno a la barbarie que está llamando a la puerta también en nuestro país.
El reto es gigante, pero la historia demuestra que la reacción no es irreversible. Las fuerzas progresistas deben entender que las formas tradicionales de comunicación política han dejado de ser eficaces y que la batalla cultural se libra en nuevos territorios. Revertir la tendencia no pasará solo por discursos racionales o apelaciones a la memoria democrática, que son ininteligibles para los más jóvenes, sino por estrategias que conecten con los miedos, aspiraciones y códigos de las nuevas generaciones. La pregunta no es si hay que dar la pelea, sino cómo hacerlo antes de que sea demasiado tarde.