Arte, sionismo y propaganda

«La sociedad ultracapitalista, individualista, nacionalista, racista, supremacista, machista y homófoba que quiere imponer Trump exige víctimas para acabar de instalarse», escribe Ovejero en su diario. «No son daños colaterales de una batalla ideológica: son la diana». La entrada Arte, sionismo y propaganda se publicó primero en lamarea.com.

Feb 6, 2025 - 13:42
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Arte, sionismo y propaganda

2 de febrero

Leyendo Tierras de sangre, de Timothy Snyder. Aunque ya conocía la hambruna en la Unión Soviética, y en particular en Ucrania, desatada en buena medida por la política de colectivización forzosa lanzada por Stalin a inicios de los años treinta, y aunque sabía de la escala colosal de la catástrofe (millones de muertos), no tenía tan claro que los dirigentes soviéticos no se hubiesen visto sorprendidos por ella, sino que conocían qué estaba pasando e incluso lo consideraban deseable. Quizá no el primer año, pero sí los siguientes y, en lugar de corregir y dar marcha atrás, salvo en un breve lapso, endurecieron su política y la combinaron con una represión masiva.

No es solo que la industrialización a marchas forzadas exigiese el sacrificio de las zonas rurales, con la exportación de cuyo cereal se obtenían las divisas para importar maquinaria para la industria. Es que se veía a los campesinos como un obstáculo para la construcción del socialismo; su resistencia a entregar el grano era considerada (por mucho que se estuviesen muriendo literalmente de hambre a millares todos los días) una forma de contrarrevolución; y si los campesinos emigraban a Polonia era solo para lanzar el mensaje de que la colectivización, y por tanto el socialismo bolchevique, era un fracaso.

Con tal de conseguir su objetivo, la creación de un Estado bolchevique poderoso sometido a su mando, Stalin y sus fieles –como Kaganóvich y Molotov– no tenían ningún problema en acabar con las vidas de millones de personas.

Pienso en todo esto y, salvando las enormes distancias, lo relaciono con los primeros días de Trump en el poder. No es que él no sepa que sus políticas van a producir miles de muertes; es que le da igual. Con tal de imponer el tipo de sociedad que desea –con él a la cabeza–, las disrupciones que arruinarán y acabarán con la salud de millones de personas le parecen no solo un obstáculo menor, sino también un objetivo. La sociedad ultracapitalista, individualista, nacionalista, racista, supremacista, machista y homófoba que quiere imponer Trump exige víctimas para acabar de instalarse. Y estas no son daños colaterales de una batalla ideológica: son la diana.

5 de febrero

Ayer fuimos a ver The Brutalist. Es una película impresionante en muchos sentidos, aunque tiene momentos que desmerecen de su ambiciosa propuesta. Por ejemplo: el cliché de cuando el protagonista corre por el andén con un ramo de flores en las manos para recibir a su mujer; la penosa sucesión de postales de Venecia; el recurso perezoso de la cámara rápida y las nubes pasando a gran velocidad para mostrar el avance de la construcción. La primera parte me pareció muy superior a la segunda, no solo visualmente, también porque algunas de las soluciones narrativas más drásticas –como la violación– no hacen más que explicitar de forma enfática lo que ya habíamos entendido antes, a saber, que en el fondo un judío no deja de ser un judío por muy artista que sea a ojos de la élite blanca estadounidense, y que el racismo y el clasismo de sus anfitriones es de una brutalidad extrema aunque se disfrace tras buenas maneras –y no siempre–.

Después de la película, Edurne y yo conversamos sobre ella. También sobre el mensaje sionista que se vuelve más explícito hacia el final; por supuesto que puede ser interesante mostrar la discriminación hacia los judíos en los Estados Unidos de las décadas siguientes a la Segunda Guerra Mundial; también el hecho de que por ese motivo muchos no pudieran sentirse en casa y la creación del Estado de Israel les pareciera una forma de dejar de sentirse ciudadanos de segunda, tolerados pero no aceptados. Pero la idea de fondo acaba convirtiéndose en propaganda por culpa del énfasis melodramático, como cuando la mujer le dice a su marido, «vámonos a casa», refiriéndose a Israel, un lugar en el que jamás han estado ninguno de los dos. O cuando al final se hace referencia al destino (del pueblo judío).

El mensaje se vuelve desagradable no solo por su contenido sionista, también porque tienes la impresión de que la complejidad de lo narrado –y por tanto de las vivencias de los personajes– se simplifica para manipular al espectador. En fin, lo que sucede siempre que el arte se convierte en propaganda: aunque la estética –de las imágenes o del texto– sea deslumbrante, la emoción y la inteligencia se desvinculan de la obra. Y solo se puede recuperar la armonía entre los tres aspectos cuando, quizá décadas o siglos más tarde, el «mensaje» pierde su relevancia o se vuelve más general: independientemente de lo que pensemos de la revolución soviética, la famosa escena de la escalera de Odesa en El acorazado Potemkin mantiene hoy toda su potencia visual, pero va más allá de la propaganda política de la revolución del 17 para convertirse en representación de la brutalidad del poder, de cualquier poder autoritario.

5 de febrero

Ayer fuimos a escuchar una conferencia de Timothy Snyder. A mi lado se sienta Esperanza Aguirre. Se pasa casi toda la hora y pico que dura la conferencia mirando su teléfono, protesta porque no se acaba, hace comentarios, afirma que el ponente es un socialista, un marxista (afirmaciones más que dudosas), emite sonidos de disconformidad cuando Snyder habla de la falta de libertad en Estados Unidos. En menos de hora y media me confirma la impresión que tenía de ella: prepotente, maleducada (hace sus comentarios sin importarle si molesta al público), inculta, sectaria. Esta derecha, cada vez menos democrática, más apegada al libertarismo que al liberalismo, es la que crece hoy en España.

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