Varios. Nueva Dimension 106.

Dronte, 1978. 160 páginas. El contenido puede verse aquí: Nueva dimensión 106 En general bastante flojo. El cuento de Sheckley es francamente malo. Se salvan Matadero de Ballard y Espía horizontal de David Coles. El resto entretenidos pero sin más. Aventuras que se dejan leer y algún toque de humor esporádico, pero nada para inscribir en los anales de la ciencia ficción. No está mal. Mientras las últimas nubes de humo del vehículo de transporte de personal en llamas se elevaban por el aire húmedo, el comandante Pearson miraba el lomo plateado del río, a trescientos metros de distancia de su puesto de comando en la colina. Pulverizadas por el fuego de artillería, las márgenes del lecho se habían desmoronado, formando una red de cráteres. El agua se filtraba por el prado, manchada con el gasóleo de los depósitos de combustible del vehículo. Ajustando los prismáticos con sus manos delgadas, Pearson estudiaba los árboles que se extendían a lo largo de la ribera opuesta. El río era algo más ancho que un arroyo, y su profundidad no superaba la altura de la cintura, pero los terrenos contiguos a ambas márgenes eran abiertos como mesas de billar. Los helicópteros estadounidenses ya... The post Varios. Nueva Dimension 106. first appeared on Cuchitril Literario.

Jan 22, 2025 - 08:22
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Varios, Nueva Dimension 106
Dronte, 1978. 160 páginas.

El contenido puede verse aquí:

Nueva dimensión 106

En general bastante flojo. El cuento de Sheckley es francamente malo. Se salvan Matadero de Ballard y Espía horizontal de David Coles. El resto entretenidos pero sin más. Aventuras que se dejan leer y algún toque de humor esporádico, pero nada para inscribir en los anales de la ciencia ficción.

No está mal.

Mientras las últimas nubes de humo del vehículo de transporte de personal en llamas se elevaban por el aire húmedo, el comandante Pearson miraba el lomo plateado del río, a trescientos metros de distancia de su puesto de comando en la colina. Pulverizadas por el fuego de artillería, las márgenes del lecho se habían desmoronado, formando una red de cráteres. El agua se filtraba por el prado, manchada con el gasóleo de los depósitos de combustible del vehículo. Ajustando los prismáticos con sus manos delgadas, Pearson estudiaba los árboles que se extendían a lo largo de la ribera opuesta. El río era algo más ancho que un arroyo, y su profundidad no superaba la altura de la cintura, pero los terrenos contiguos a ambas márgenes eran abiertos como mesas de billar. Los helicópteros estadounidenses ya habían llegado desde sus bases en la ciudad, atronando el valle en grupos, como pájaros sin mente.
Una explosión en la cabina de transporte de personal hizo volar las puertas y el parabrisas por los aires. La luz centelleaba en el prado inundado, aislando durante un instante las despintadas letras de la lápida conmemorativa que formaba la pared trasera del puesto de mando. Pearson miró el grupo más cercano de helicópteros. Volaban en círculos sobre el puente motorizado, casi dos kilómetros río abajo, demasiado lejos para advertir el transporte destrozado y rodeado de cadáveres. Aunque exitosa, la emboscada no había sido planeada. El vehículo había avanzado a ciegas, subiendo por el camino del terraplén, en el momento en que la unidad de Pearson se disponía a cruzar el río.
Con un poco de suerte, pensaba Pearson, el cruce se suspendería y les ordenarían retirarse a las colinas. Se estremeció dentro de su andrajoso uniforme. La mañana anterior, el cabo Benson le había quitado los pantalones a un marine muerto, un artillero, y no había habido tiempo de lavar la sangre que le cubría los muslos y la cintura.
Detrás de la lápida estaba la entrada al túnel del depósito, protegida por sacos de arena. Ahí, el sargento Tulloch y el teniente de diecisiete años a quien habían enviado de un día para el otro desde el cuadro de jóvenes, trabajaban en la radio de campaña, colocándoles cables nuevamente a los auriculares y a la batería. Alrededor del emplazamiento estaban los treinta hombres de Pearson, sentados sobre sus armas, con las cajas de municiones y el cable de teléfono apilados alrededor de sus pies. Agotados por la emboscada, les quedaba poca energía para emprender el cruce del río.
—¡Sargento…, sargento Tulloch! —gritó Pearson, dándole adrede un tono áspero a su meticulosa voz de director de escuela. Tal como casi había previsto, Tulloch hizo caso omiso de la advertencia. Con un par de terminales de cobre en la boca fina, continuó cortando el cable deshilachado. Aunque Pearson estaba al mando de aquella unidad guerrillera, su iniciativa procedía realmente del escocés. Regular de los Gordon Highlanders antes del desembarco de los estadounidenses, seis años antes, el sargento se había unido a las bandas rebeldes que formaban el núcleo del Ejército de Liberación Nacional. Como el propio Tulloch contaba, fanfarroneando sin tapujos, lo que le había atraído del ejército insurgente era la expectativa de matar ingleses. A menudo Pearson se preguntaba en qué medida Tulloch seguía identificándolo con el gobierno títere de Londres instalado por las fuerzas de ocupación estadounidenses.

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