El burro y las ratas

Pablo Batalla critica la "hipocresía" de quienes "instrumentalizan desvergonzadamente pasiones fanáticas mientras, en los camerinos de su teatro, parten un piñón con sus teóricos enemigos" La entrada El burro y las ratas se publicó primero en lamarea.com.

Jan 21, 2025 - 13:15
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El burro y las ratas

Joe Biden sabe que no le sucederá una presidencia normal, y por eso las últimas semanas de la suya han consistido en una promulgación febril de decretos e indultos preventivos. Estos últimos hablan por sí solos: a su responsable de lucha contra LA COVID, al jefe militar que contuvo el golpe de Trump en 2021, a quienes lo investigaron y testificaron sobre él. El propio Trump dijo claramente en campaña que si los estadounidenses lo votaban ahora, ya no tendrían que hacerlo nunca más. Una boutade, quizás; tal vez sí vuelva a haber elecciones en los States. Pero quizás no lo sea, como pueden no serlo sus planes expansionistas en Groenlandia, Panamá y Canadá, tantas cosas disparatadas que su alegre rifle oratorio dispara. Otras boutades se han convertido ya en sórdidas realidades en el tiempo desquiciado que atravesamos.

Biden teme ser el Giolitti, el Azaña de un nuevo fascismo; tiene motivos para ello y lo demuestra con acciones concretas. Sin embargo, nadie podría advertirlo en las imágenes del presidente saliente a quien, el 20 de enero, vimos seguir sonrientemente todos los amables protocolos de las transiciones presidenciales normales, de la reunión en el Despacho Oval con el entrante a la asistencia a su juramento, codo con codo con los Clinton y los Obama. Ellos también han clamado contra el infierno que viene, pero también sonreían allá en el Capitolio. Como si sí viniera una presidencia normal.

En esa incoherencia habita algo más que el cliché de la hipocresía de los políticos que, en campaña, instrumentalizan desvergonzadamente pasiones fanáticas mientras, en los camerinos de su teatro, parten un piñón con sus teóricos enemigos, de los que, a diferencia de sus crédulos seguidores, no tienen en realidad nada que temer. Entre los preventivamente indultados por Biden está su propio hijo. Sí tiene, pues, algo que temer. Y su sonrisa, pues, en algo se parece a aquella con la que sonreímos los nadies a este tiempo del que sabemos perfectamente que está preñado de horrores; que vuelca cada día en periódicos como este las evidencias de su excepcionalidad precatastrófica, ante la cual nos espeluznamos un instante más o menos largo antes de seguir con la vida de siempre, como si nada ocurriera. 

Otro cliché muy de los tiempos es acordarse de la orquesta del Titanic, que, como es sabido, siguió tocando impertérrita mientras el trasatlántico se hundía. Somos como ellos, se dice. Pero ellos sabían que el barco se hundía. La decisión incomprensible que tomaron en base a alguna clase de sentido caballeresco de la existencia, la tomaron sabiéndolo. Nosotros, gatos de Schrödinger de la lucidez, lo sabemos y a la vez no lo sabemos; lo conocemos perfectamente y nos obstinamos en desconocerlo. Es, tal vez, un mecanismo evolutivo —la tranquilidad es lo que más se busca— y lo habitual en los umbrales de época; en cualquier umbral de época que en la historia ha sido.

Cada nuevo acontecimiento inusitado que debiera cambiarlo todo nos pone a escribir febrilmente, en columnas como esta, que tiene que cambiar todo, que todo va a cambiar, y, acto seguido, correr a representar la exacta vida de antes. Sucedió con la pandemia de la COVID-19, ese invisibilizado, inconscientizado, momento fundacional de nuestro presente, que como dice el historiador Fernando Hernández Sánchez en un artículo en El Cuaderno, ya no es la caída del Muro de Berlín, aunque hagamos como que todavía lo es, sino ese: «una experiencia global y total, […] nuestra hecatombe, nuestra ocupación, nuestra posguerra, la memoria traumática de la que todos tenemos vivencia y de la que la generación Z hablará con zozobra y tintes admonitorios a sus nietos». 

En Incierta gloria, la espléndida novela de Joan Sales, una de las dos o tres mejores sobre la guerra de España, hay una escena que no hace spoiler si la contamos. Un burro muerto, al lado de una playa, que fascina a un personaje de la novela que va a verlo durante meses, a lo largo de los cuales su pasmo crece al ver que el cadáver no se descompone, sino que permanece intacto. El cartón del milagro se desvela más tarde: el cuerpo muerto de la bestia se había convertido en habitáculo de un cardumen de ratas, que habían ido royéndolo por dentro mientras dejaban intacto el pellejo, como un biombo que ocultara el diabólico festín. Así es nuestra era: una transformación que se produce y que se acelera en el interior de una protectora carcasa de instituciones, de hábitos, de lenguajes, de rituales, de heredados significantes que ya no significan lo que significaban, pero cuya impavidez nos permite hacernos la trampa al solitario de pensar que todo sigue igual, que nothing ever happens, que en 2028 volverá a haber elecciones en los cincuenta States, que serán cincuenta y no cincuenta y tres, o veinticinco unionistas y veinticinco confederados.

No sabemos qué será de Estados Unidos y de nosotros durante los próximos cuatro años. No queremos saberlo. Y mientras lo averiguamos y no queremos averiguarlo, sonreímos.

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