'The Brutalist' es una de las mejores y más grandes películas del siglo XXI... hasta que su intermedio hace acto de presencia
El peor enemigo que puede tener un largometraje, más allá de sus propias aspiraciones, y aunque pueda sonar contradictorio, es una gran acogida por parte de crítica y público antes de su estreno en el circuito comercial. Levantar galardones en festivales de prestigio y lanzarse en medio de una temporada de premios que está dominando puede alimentar unas expectativas capaces de dañar hasta a la mayor obra maestra. Por ello, cuando me senté por primera vez a ver 'The Brutalist', dejé toda la intoxicación informativa fuera de la sala —como suelo hacer siempre— y me dejé llevar sólo para encontrarme con una escena de apertura, en la que László Toth llega a la ciudad de Nueva York, que me sobrecogió y me hizo sentir que, en efecto, me encontraba ante una producción gigantesca. La inmensidad del primer acto El tratamiento de la cámara en mano alimentando el caos del barco atestado de inmigrantes, la grandilocuente y sugestiva banda sonora de Daniel Blumberg, la textura de la imagen fotografiada por Lol Crowley, la visión de la Estatua de la Libertad invertida, símbolo de la visión más oscura y distorsionada del sueño americano que narra la historia... En pocos minutos la emoción estaba a flor de piel, apuntando a uno de esos acontecimientos cinematográficos que pueden contarse con los dedos de una mano, y mis sensaciones iniciales fueron acertadas, porque 'The Brutalist' es, fácilmente, una de las mejores y más grandes películas del siglo XXI. Al menos durante su primera mitad, que es brillante e impecable en todos y cada uno de sus aspectos. En Espinof A una semana de conocer las nominadas, estas son las 12 películas con más posibilidades de entrar en la carrera por los Oscars 2025 Con un ritmo implacable, marcado por un montaje con una cadencia casi perfecta, el bloque inicial del largometraje narra los primeros pasos del arquitecto protagonista en el país de las barras y estrellas, dando el pistoletazo de salida a una épica extendida a través varias décadas que te mantienen pegado a la butaca sin llegar a sentir el peso de las tres horas y media que dura la proyección. Casi como si de un primer acto gigantesco se tratase, el director Brady Corbet centra sus esfuerzos en marcar el tono, en presentar personajes y en plantear conflictos con un genio envidiable que le hace merecedor de las comparaciones con el Paul Thomas Anderson de 'There Will be Blood'; generando una conexión instantánea con László mientras la narrativa evoluciona de forma imprevisible. En este pasaje queda claro que, tanto en forma como en fondo, la película es impoluta; algo que impacta más si cabe si tenemos en cuenta sus enormes niveles de ambición. Es imposible no emocionarse ante la escala, ante la extraña sensación de frescor que envuelve su obvio clasicismo y ante el despliegue de talento que se exhibe detrás y delante de las cámaras, con un Guy Pierce que termina alzándose como el gran intérprete de la función frente a un Adrien Brody multipremiado, pero ensombrecido por la controvertida inteligencia artificial. Atenuando la llama Pero cuando las cotas de entusiasmo llegan a su punto álgido, el intermedio hace acto de presencia. Un descanso que ofrece un necesario momento para respirar por primera vez y, tal vez, hacer una visita al baño si la estupefacción no te ha dejado clavado en el asiento pero que, al mismo tiempo, marca un punto de inflexión que hace aún más obvio el descenso a la cotidianeidad que marca el metraje posterior al ecuador. Y es que, cuando las luces vuelven a apagarse, la intensa magia de 'The Brutalist' parece haberse desvanecido para abrir paso a un sentido del drama más convencional, más manido y mucho menos estimulante. Los conflictos más grandes que la vida, de esos que atribuyen la magia al séptimo arte, pasan a un plano algo más mundano y coquetean con lo melodramático sin renunciar, por suerte, a algunos momentos de impacto que mantienen la llama viva, pero que no evitan que sea más tenue. En Espinof Del resurgir de Demi Moore a los desaires de 'Anora' y 'Wicked'. Las mayores sorpresas y decepciones de los Globos de Oro 2025 Afortunadamente, este cambio de dirección potenciado por el siempre transformador mid point de la cinta es endulzado por un factor que logra mantener el halo de fascinación, y es el modo en que la pantalla te engulle gracias a un descomunal tratamiento visual. La fotografía en VistaVision, con su ausencia de distorsión y su mayor campo visual, y el regreso de un gran plano general tangible que parecía haberse perdido para siempre en la era del streaming y las producciones virtuales, cortan el aliento y hacen gala de unas proporciones tan colosales como las del propio filme. Siendo justos, sólo un puñado de mentes privilegiadas pueden siquiera soñar con ser capaces de sostener
El peor enemigo que puede tener un largometraje, más allá de sus propias aspiraciones, y aunque pueda sonar contradictorio, es una gran acogida por parte de crítica y público antes de su estreno en el circuito comercial. Levantar galardones en festivales de prestigio y lanzarse en medio de una temporada de premios que está dominando puede alimentar unas expectativas capaces de dañar hasta a la mayor obra maestra.
Por ello, cuando me senté por primera vez a ver 'The Brutalist', dejé toda la intoxicación informativa fuera de la sala —como suelo hacer siempre— y me dejé llevar sólo para encontrarme con una escena de apertura, en la que László Toth llega a la ciudad de Nueva York, que me sobrecogió y me hizo sentir que, en efecto, me encontraba ante una producción gigantesca.
La inmensidad del primer acto
El tratamiento de la cámara en mano alimentando el caos del barco atestado de inmigrantes, la grandilocuente y sugestiva banda sonora de Daniel Blumberg, la textura de la imagen fotografiada por Lol Crowley, la visión de la Estatua de la Libertad invertida, símbolo de la visión más oscura y distorsionada del sueño americano que narra la historia...
En pocos minutos la emoción estaba a flor de piel, apuntando a uno de esos acontecimientos cinematográficos que pueden contarse con los dedos de una mano, y mis sensaciones iniciales fueron acertadas, porque 'The Brutalist' es, fácilmente, una de las mejores y más grandes películas del siglo XXI. Al menos durante su primera mitad, que es brillante e impecable en todos y cada uno de sus aspectos.
Con un ritmo implacable, marcado por un montaje con una cadencia casi perfecta, el bloque inicial del largometraje narra los primeros pasos del arquitecto protagonista en el país de las barras y estrellas, dando el pistoletazo de salida a una épica extendida a través varias décadas que te mantienen pegado a la butaca sin llegar a sentir el peso de las tres horas y media que dura la proyección.
Casi como si de un primer acto gigantesco se tratase, el director Brady Corbet centra sus esfuerzos en marcar el tono, en presentar personajes y en plantear conflictos con un genio envidiable que le hace merecedor de las comparaciones con el Paul Thomas Anderson de 'There Will be Blood'; generando una conexión instantánea con László mientras la narrativa evoluciona de forma imprevisible.
En este pasaje queda claro que, tanto en forma como en fondo, la película es impoluta; algo que impacta más si cabe si tenemos en cuenta sus enormes niveles de ambición. Es imposible no emocionarse ante la escala, ante la extraña sensación de frescor que envuelve su obvio clasicismo y ante el despliegue de talento que se exhibe detrás y delante de las cámaras, con un Guy Pierce que termina alzándose como el gran intérprete de la función frente a un Adrien Brody multipremiado, pero ensombrecido por la controvertida inteligencia artificial.
Atenuando la llama
Pero cuando las cotas de entusiasmo llegan a su punto álgido, el intermedio hace acto de presencia. Un descanso que ofrece un necesario momento para respirar por primera vez y, tal vez, hacer una visita al baño si la estupefacción no te ha dejado clavado en el asiento pero que, al mismo tiempo, marca un punto de inflexión que hace aún más obvio el descenso a la cotidianeidad que marca el metraje posterior al ecuador.
Y es que, cuando las luces vuelven a apagarse, la intensa magia de 'The Brutalist' parece haberse desvanecido para abrir paso a un sentido del drama más convencional, más manido y mucho menos estimulante. Los conflictos más grandes que la vida, de esos que atribuyen la magia al séptimo arte, pasan a un plano algo más mundano y coquetean con lo melodramático sin renunciar, por suerte, a algunos momentos de impacto que mantienen la llama viva, pero que no evitan que sea más tenue.
Afortunadamente, este cambio de dirección potenciado por el siempre transformador mid point de la cinta es endulzado por un factor que logra mantener el halo de fascinación, y es el modo en que la pantalla te engulle gracias a un descomunal tratamiento visual. La fotografía en VistaVision, con su ausencia de distorsión y su mayor campo visual, y el regreso de un gran plano general tangible que parecía haberse perdido para siempre en la era del streaming y las producciones virtuales, cortan el aliento y hacen gala de unas proporciones tan colosales como las del propio filme.
Siendo justos, sólo un puñado de mentes privilegiadas pueden siquiera soñar con ser capaces de sostener 215 minutos de simple y llana excelencia. Y si Brady Corbet, con 36 años y sólo dos largometrajes a sus espaldas, ha conseguido algo así, sólo nos queda soñar —manteniendo nuestras expectativas a raya— con lo que pueda llegar a dirigir en un futuro.
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'The Brutalist' es una de las mejores y más grandes películas del siglo XXI... hasta que su intermedio hace acto de presencia
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Espinof
por
Víctor López G.
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