Lou Andreas-Salomé pronuncia sus últimas palabras
Aunque Liliana Cavani sostiene en su película Más allá del bien y el mal (1977) que Rée, Nietzsche y Lou formaron un turbulento trío en aquella Roma de las postrimerías decimonónicas, son más los autores que defienden que Andreas-Salomé solo fue amante de Rée. Lo que nadie pone en duda es que fue ella quien... Leer más La entrada Lou Andreas-Salomé pronuncia sus últimas palabras aparece primero en Zenda.
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Definida por Sigmund Freud como una de las mujeres más inteligentes que había conocido, Lou Andreas-Salomé, además de enriquecer el psicoanálisis explorando la psicología femenina y las dinámicas de amor y deseo, lo que ayudó a ampliar la comprensión freudiana del complejo mundo emocional humano, inspiró personalmente los sentimientos del poeta Rainer Maria Rilke, el filósofo alemán Paul Rée y, por supuesto, Friedrich Nietzsche. El autor de Así habló Zaratustra (1883) incluso llegó a declararse a esa joven rusa de origen alemán —Lou nació en el mítico San Petersburgo de 1861—, a la que conoció en la Roma de 1883 como si aquel que había desafiado las normas morales y religiosas de su época, proclamando la «muerte de Dios» y explorando conceptos como el superhombre y la voluntad de poder, no fuera más que un mero estudiante enamorado.
Una noche como la de hoy, pero de 1937, Lou Andreas-Salomé había dejado atrás a todos sus amantes. Tras dedicar a su marido y último paciente sus últimos años, Friedrich Carl Andreas —el esposo perdido y encontrado— murió de cáncer unos meses antes. Puede que ella acabase queriéndole por pena, conmovida cuando, en 1930, estando Lou convaleciente en el hospital de una operación en el pie, él fue a visitarla todos los días, pese al esfuerzo que le cuesta a cualquier anciano ir cualquier día a cualquier parte. Freud, siempre atento a su antigua alumna, escribió sobre aquel sentimiento: “Lo real es aquello que se muestra de forma permanente”.
Pese a ser poca cosa —máxime para el nivel intelectual de sus amantes— por Friedrich Carl Andreas —filólogo y orientalista— Lou dejó a Rée en 1887. A Rilke le conoció en 1897, la psicoanalista le llevaba quince años. Es fácil imaginar que para el poeta austriaco fue una especie de madre. Aunque podemos estar equivocados, fue ella quien le llamó Rainer, el equivalente en ruso al René con el que Rilke fue escrito en el registro civil de Praga —ciudad del imperio austrohúngaro cuando le vio nacer—. Fueron amantes durante muchos años y amigos hasta que él se mató al despeñarse por un monte suizo. Lou le enseñó a hablar ruso para poder leer a Tolstoi en su lengua.
Tanto su vida como su obra influyeron de forma determinante en el pensamiento y la literatura en lengua alemana de su tiempo. Pero la Gestapo, que ya empezaba perfilarse como la policía política de la nueva Alemania, la tenía en su punto de mira por haber sido discípula de Freud y haber estudiado “ciencias judías” como el psicoanálisis. Esa noche como la de hoy, pero de 1937, aquellos esbirros del Reich de los mil años aguardaban el deceso de aquella anciana auténticamente progresista —entre otras cosas porque nunca se le conoció filiación política alguna— que había inspirado tanto a toda una edad de oro del pensamiento centroeuropeo. Apenas exhaló su último aliento, las autoridades de la nueva Alemania confiscaron la biblioteca de Lou Andreas-Salomé para arrojarla a esas piras de libros que quemaban en sus noches de liturgias y barbaries. Como en la Noche de los Cuchillos Largos (junio, 1934) o la Noche de los Cristales Rotos (noviembre, 1938).
Puede que sus amores con los filósofos y los poetas de su tiempo no fueran sino complejos duelos de ingenio. Desde luego, ni los nazis ni nadie acabaron con el legendario carisma de Lou Andreas-Salomé. Antes de emprender su último viaje, sentó las últimas dudas. Así, entre su soliloquio final se le escuchó decir: “Si dejara que mis pensamientos vagaran, no encontraría ninguno. Lo mejor, después de todo, es la muerte”.
“Era de una modestia y una discreción poco comunes. Nunca hablaba de sus propias producciones poéticas y literarias”, la recordó Freud en unas palabras que hubieran sido su mejor epitafio. “Sabía dónde es preciso buscar los valores de la vida. Quien se le acercaba recibía la más intensa impresión de la autenticidad y la armonía de su ser, y también podía comprobar, para su asombro, que todas las debilidades femeninas y quizá la mayoría de las debilidades humanas le eran ajenas, o las había vencido en el curso de sus días”. Así se escribe la Historia.
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