Álvaro Colomer: «Lo digital le quita glamour al oficio de escritor»

Álvaro Colomer se ha dedicado durante los últimos años a sacar a la luz las manías, filias y fobias de los escritores durante su proceso de creación. Toda esa colección de artículos, más algunos inéditos, han visto la luz en forma de libro, Aprende a escribir (Debate). Ahora llega el turno de hacer justicia y contar lo que hace Colomer cuando se pone a escribir. Apunten. La entrada Álvaro Colomer: «Lo digital le quita glamour al oficio de escritor» aparece primero en Zenda.

Feb 6, 2025 - 01:22
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Álvaro Colomer: «Lo digital le quita glamour al oficio de escritor»

Álvaro Colomer se ha dedicado durante los últimos años a sacar a la luz las manías, filias y fobias de los escritores durante su proceso de creación. Toda esa colección de artículos, más algunos inéditos, han visto la luz en forma de un magnífico libro, Aprende a escribir (Debate). Ahora llega el turno de hacer justicia y contar lo que hace Colomer cuando se pone a escribir. Apunten. El periodista y escritor ha tenido tres etapas: una en la que escribía por la noche, otra en la que intentó hacerlo todos los días —error, según él, al echar la vista atrás— y la de ahora, la más productiva, en la que dedica la mañana a la literatura y la tarde al periodismo. Vamos con las extravagancias. Es el turno del salseo. Los bosques de Upsala la escribió con las persianas bajadas, sólo con la luz de la pantalla del ordenador, fumando mucho y bebiendo litros de café, persiguiendo una idea: estar depresivo para que la depresión permeara en el libro, cuyo tema principal era la idea del suicidio. Esos fueron los años de las supersticiones: había una cosa que le chiflaba a Colomer para llamar a las musas: ducharse con las gafas de sol puestas, un truco infalible para escribir sin parar. Pero todavía había más: el autor de Aunque caminen por el valle de la muerte escribía una hora y cuarto y luego hacía un descanso de diez minutos, que gastaba bailando como un loco, en plan pogo, con Nancy Sinatra a todo volumen. Ahora Colomer se ha hecho mayor y se ha quedado sin manías, aunque sigue obsesionado con escribir con los mismos bolígrafos, y ya sólo conserva un ritual: teclear en el portátil con las piernas cruzadas encima de la silla. Durante estos años de investigación de los «trucos creativos» de los grandes escritores, ha intentado copiar algunos de esos métodos, pero sin éxito. Álvaro Colomer ha llegado a la conclusión de que son intransferibles y es imposible que le funcionen a otro escritor.

Hablamos con Álvaro Colomer del día que le gritó Francisco Umbral, sobre los escritores que nos traerá la inteligencia artificial y acerca de onanismo y escritura.

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—Conociendo a los escritores… ¿cree que han sido honestos a la hora de contarle sus vicios y secretos?

"Juan Marsé decía que escribía cuando la vida le dejaba; él no se ponía los horarios"

—(Ríe) Carolina Sanín dice en el libro que un escritor, cuando se encierra en su casa, en su estudio, tiene que teatralizar la profesión: ponerse el sombrero de escritor. Yo creo que cuando un escritor está delante de un periodista, también se pone ese sombrero: dice aquello que el periodista quiere oír. Algunos autores han exagerado un poco en las entrevistas. Me han contado lo que a veces suelen hacer, o lo que les gustaría hacer pero que es imposible que hagan constantemente. Cuando un autor te dice que escribe todos los días, de nueve a dos y de cuatro a ocho… es imposible hacer eso, la vida no te lo permite. Juan Marsé decía que escribía cuando la vida le dejaba; él no se ponía los horarios. Al leer el libro parece que todos los autores tienen unas rutinas muy marcadas con la escritura y también con la productividad de página, con las correcciones. Y eso es difícil, e incluso poco creíble en algunas situaciones.

—¿Hay alguna historia que le ha hecho desconfiar y no se ha atrevido a incluir en el libro?

—Cuando el libro, en sus orígenes, era un conjunto de artículos, intentaba que en una pieza no se repitiera lo que ya había dicho antes un escritor. Intenté coger de cada uno lo que no habían explicado antes los demás. Pero no tuve que eliminar nada porque no me lo creyera, ni siquiera el que puede ser el ejemplo más exagerado de todos, el de Luna Miguel —que siempre se masturba antes de ponerse a escribir—. A mí esas historias me van bien. Igual que el escritor teatraliza su discurso, el periodista también juega a aceptar esa teatralización. Hablando claro: a mí me da igual si Luna Miguel se masturba «cada vez» que se pone a escribir. A mí esa historia me vino muy bien. No le voy a preguntar si es verdad que «cada vez» que escribe se masturba. Yo no insisto en esto; con lo que me ha contado ya me va bien. Igual que cuando un escritor me dice que trabaja doce horas al día. Una vez, en un curso, un invitado aseguró que escribía un número de horas de forma invariable todos los días. Una de las alumnas —a la que luego abronqué— le dijo que eso no era posible porque le veía a todas horas en redes sociales y en la televisión. Si sólo nos dedicáramos a escribir no tendríamos vida familiar, ni amigos, no podríamos promocionar los libros… Como periodista no he detectado ninguna bola flagrante, pero sí que he comprobado que es imposible ser tan robótico como algunos escritores plantean.

—En el prólogo menciona a Enrique Vila-Matas, que afirma que los «escritores de antes» están en peligro de extinción. ¿Está de acuerdo con él?

"Enrique Vila-Matas y Pere Gimferrer representan el escritor con abrigo, el escritor Pessoa. Ellos son los últimos de esa clase"

—Sí. Enrique Vila-Matas y Pere Gimferrer representan al escritor con abrigo, al escritor Pessoa. Ellos son los últimos de esa clase. Vila-Matas hace esa afirmación en su libro Montevideo, y creo que la hace pensando en sí mismo. Me decía la periodista Laura González en Radio 3 que cuando ve escribir a alguien en un bar parece postureo. Y es verdad. Los escritores de antes se pasaban la vida en los cafés de París mirando al infinito; y eso era puro postureo. Lo explica muy bien Longares cuando cuenta que, en los sesenta, todo el mundo escribía en los cafés, y luego cuando llegaba a casa tiraba los folios a la basura porque eran una mierda. En realidad, la idea era ser visto escribiendo en el café de los escritores. Como en La colmena de Cela. El escritor de antes tenía unas pintas muy determinadas —Valle-Inclán—. Eso ahora no ocurre: el escritor por la calle va de civil. Tú ves a un escritor y lo mismo puede ser un médico o un operario de la construcción. Eso es lo que dice Vila-Matas que está desapareciendo. Sí que pienso que el escritor tiene un carácter diferente que se muestra en su forma de mirar y caminar por la calle, pero no lo exterioriza y sólo se muestra como escritor en la intimidad de su despacho.

—Los escritores han cambiado. ¿Y los lectores?

—Es verdad que antes el vicio lector estaba en manos de una clase dirigente culturizada. En los despachos de médicos y abogados había una gran cantidad de libros, no sólo de su oficio. El motivo no era su profesión, sino que provenían de una familia culta con tradición lectora. Eso también ha desaparecido. Ahora el lector es igual de común que el escritor. Me gusta mucho la diferenciación que hace Cristina Rivera Garza en mi libro —secundada por Marta Sanz, aunque ella no lo verbaliza—, cuando dice que antes había un escritor contemplativo, el de los cafés de París, y ahora hay un escritor obrero, que escribe cuando puede porque tiene otra profesión para llegar a fin de mes. Y eso es algo que también pasa con los lectores. Lo del lector que se sienta en su butacón, al lado de la chimenea, ha pasado a la historia. Ahora hay un lector obrero que lee en el autobús, en el metro, en el tren de cercanías…

—Cada vez hay más másteres y cursos de escritura. Usted da unos cuantos al año, pero quizás sea todo más sencillo, como le contó Luis Mateo Diaz: sentarse a la mesa y escribir

"Todos los problemas de los talleres de escritura se resolverían si el profesor consiguiera convencer a los alumnos para que escribieran una hora al día"

—Yo lo explico así en mis cursos: tú puedes ir al gimnasio por tu cuenta y acabar siendo un buen deportista con buena salud, o tener un monitor que hará que tus músculos se cultiven mucho antes que si vas por libre. En los talleres de escritura pasa lo mismo. El profesor va a hacer que te ahorres un tiempo brutal. También estoy de acuerdo con alguien que dijo —no me acuerdo quién fue— que los cursos de escritura se habían creado para detectar escritores de verdad. Y eso es cierto. Siempre ves a alguien que tiene ese talento, aunque el problema es siempre el mismo: los alumnos no tienen tiempo para escribir. Todos los problemas de los talleres de escritura se resolverían si el profesor consiguiera convencer a los alumnos para que escribieran una hora al día. Al final, el problema es el tiempo. Aunque eso es una ficción: yo también le digo a mi mujer que no voy al gimnasio porque no tengo tiempo. Todo es una cuestión de voluntad, y punto pelota.

—Sorprende lo madrugadoras que son muchas escritoras, como Pilar Adón y Eva Baltasar. Usted se ha cargado el mito de la bohemia.

—Y también tienes a Elísabet Benavent, que está en ese punto que tiene que dejar de ser nocturna, porque tienen acidez y ya no funciona igual por la noche. Cuando entras en una cierta edad se acabó la tontería de la noche; tienes que adaptarte. Ese cambio hay autores que lo hacen de una forma normal, se levantan a las ocho para trabajar a las nueve, y otros —como Adón y Baltasar— que se convierten en supermadrugadores que se levantan a las cinco de la mañana. Y eso tiene una explicación: si necesitas un espacio en el que nadie te moleste sólo lo encuentras de madrugada. También hay rutinas mágicas: gente que se levanta a las cuatro de la mañana durante la época final de escritura de la novela. A mí eso me parece algo mágico. Es algo que está por encima de mi carácter. (Risas)

—Hay autores que necesitan una idea, un destello o un concepto para arrancar; unos las escriben en libretas, como Rosa Montero, y otros en los recibos del supermercado y de la tintorería, como Fernández Mallo.

—Los que apuntan las ideas en papeluchos acaban utilizándolas. Los que usan libretas te comentan que casi nadie echa para atrás para buscar esa idea que habían apuntado, pero los de las notas en papeles sí. En mi caso, aunque llevo una libreta, las ideas sueltas las escribo en papeles que meto en los vaqueros. Por la noche sacó todas las cosas de los bolsillos y aparecen esas notas que me veo en la obligación de ordenar. Pilar Adón mete las ideas en el bolso y Agustín Fernández Mallo las apunta en los recibos; de esa forma se obligan luego a revisarlas. Rosa Montero me explicó que si escribía una idea en la libreta, luego nunca la revisaba. Fernanda Melchor nunca las revisa porque el mero acto de escribirlas ya le parece suficiente. Si esa idea se pierde o no la recuerda es porque no era lo suficientemente buena.

—Sorprende que estamos hablando de autores de diferentes generaciones, diferentes edades, pero ninguno te cuenta que habrá un documento en Google Drive, en Google Keep, sino que todos tiran de libreta y papelillos. Es todo muy analógico.

—Rosa Montero usa el Evernote para grabar ideas y Enrique Vila-Matas usa Spotify para crear listas de canciones con los estados de ánimo de sus personajes. Pero los demás son todos bastante analógicos.

—Analógicos a la hora de la inspiración.

"Un flamenco siempre va a tener más pinta de músico que Kraftwerk. Los escritores saben que tienen que venderse como analógicos"

—Es que de cara a la inspiración es difícil ser digital. Hay algún autor que utiliza algún programa para escribir, como Miguel Ángel Hernández, que usa el Scrivener. Pero volvemos a la teatralización del oficio; quizás esa es la causa por la que hablan poco de lo digital. Lo digital le quita glamour al oficio de escritor. Esto es algo que ocurre incluso en la música, aunque esté tan estandarizado el uso de programas informáticos. Una persona sólo con una guitarra tiene más empaque que un artista con un ordenador. Un flamenco siempre va a tener más pinta de músico que Kraftwerk, aunque sean Kraftwerk. Los escritores saben que tienen que venderse como analógicos.

—Hemos comentado que el libro surge de esos artículos que publicas en Zenda, y uno de los más vistos fue el de una escritora de la que hemos hablado al principio, Luna Miguel.

—Es curioso que su artículo sea el que tiene mayor número de votos, pero con la peor puntuación de todos. Mucha gente lo ha leído, pero, ya sea porque la odian o por machismo, le han dado una puntuación muy baja. Creo que Luna Miguel ha sido muy valiente contando algo que tiene que ser mucho más frecuente de lo que parece, por razones evidentes: todas esas personas entrevistadas trabajan solas en sus casas… No digo más.

—Dejamos el sexo, y nos adentramos en lo excéntrico con Manuel Rivas.

—La idea es la de desacralizar el oficio, quitarle seriedad. Manuel Rivas va por el pasillo de su estudio andando como Charlot, con un pie apuntando a la derecha y otro a la izquierda. Es lo contrario a la solemnidad de Isabel Allende, que enciende una vela antes de ponerse a escribir, o lo de Gabriel García Márquez de tener siempre una rosa amarilla encima de la mesa. Son cosas como muy profundas, pero si que lo piensas con calma, en realidad son ridículas. Son tonterías.

—También se puede escribir una novela nadando.

"En realidad son personas que van a nadar y punto, pero al ser escritores le buscan un doble sentido a todo lo que hacen"

—Yo pensaba que, por definición, los escritores eran corredores, pero he visto que hay muchos más nadadores. Hay autores que nadan de verdad y los hay que usan la metáfora de la natación. Por un lado está Irene Solá, que te dice que para ella el proceso de escritura es tirarse a una piscina medio vacía y ver cómo se va llenando mientras escribe; y por otro Soledad Puértolas, que se ve en el agua como la punta de una estilográfica: nada en la piscina de la misma forma que la pluma avanza en el folio. Son metáforas elaboradas a raíz de la natación. También Héctor Abad Faciolince explica que mientras nada va recitando poemas. En realidad son personas que van a nadar y punto, pero al ser escritores le buscan un doble sentido a todo lo que hacen.

—Además de novelistas, en su obra también descubrimos el método de escritura de diversos poetas, como Raúl Zurita o Karmelo Iribarren. Aunque pueda parecer lo contrario, las manías y las costumbres son muy similares.

—En la mente del lector, el poeta es alguien más raro que el novelista, más excéntrico. A mí también me pasa: cuando pienso en un poeta, lo hago en alguien más llamativo. En mi libro se demuestra que los poetas son mucho más normales que los narradores. No hay ningún poeta que haga el charlot por el pasillo. García Montero, Karmelo Iribarren y Pere Gimferrer te dicen que ellos hacen una vida normal y de repente les vienen poemas a la cabeza. Ellos no te hablan de horarios laborales y de ese tipo de cosas. Tienen más libertad y son mucho más tranquilos. Los poetas disfrutan más la profesión que los narradores. Los novelistas están siempre agobiados con la productividad y el número de páginas. Los poetas son más equilibrados y menos neuróticos.

—Cuando hizo las entrevistas a los escritores que participan en este libro, no estaba tan popularizada la inteligencia artificial. ¿Cree que actualmente hay escritores usando herramientas de IA?

"Lo único seguro es que va a haber un tipo de escritor de éxito que no tendrá vergüenza en decir que no sabe escribir"

—De los que he entrevistado para el libro pienso que no hay ninguno que las esté utilizando. Pienso que todavía hacemos un uso simplón de la inteligencia artificial. Pero dentro de muy poco van a salir muchos escritores como los músicos que usan el autotune: artistas que no saben cantar, pero tienen actitud de cantantes. En la escritura va a ocurrir lo mismo: tendremos escritores que se jacten de haber hecho la novela diciendo a la IA cómo tiene que ser. Será un tipo de escritura muy comercial, con su público, que afectará a los escritores de verdad, aunque no sé en qué medida. Lo único seguro es que va a haber un tipo de escritor de éxito que no tendrá vergüenza en decir que no sabe escribir.

—Su sección en Zenda, que es el origen de este libro, denota un afán cotilla que usted no rehúye. De hecho, en una de sus primeras entrevistas con Umbral ya lo sacó a relucir.

—Colaboré durante muchos años con la revista Qué Leer, que era literaria, pero que tenía cierto afán por descubrir la vida de los escritores; siempre había muchos reportajes de ese tipo. Yo era un periodista freelance y necesitaba vender reportajes y les colocaba muchos de ese tipo. En una ocasión les convencí para hacer uno de «qué tienen los escritores encima de la mesa». Era una época no predigital, pero muy incipiente. Aunque teníamos internet —muy lento—, estos artículos se hacían llamando por teléfono. Todo era de una forma muy tradicional. Tú llamabas sin haber pactado una conversación; les interrumpías para preguntarles. No es como ahora, que pactas la entrevista por correo electrónico. Cuando llamé a Umbral para preguntarle por lo que tenía encima de la mesa, lo debí de coger de mala leche. A Umbral la pregunta le pareció una estupidez. En ese momento, él era un hombre de sesenta y yo un muchacho de veinte. Él estaba muy lejos de este tipo de periodismo y me echó una bronca impresionante. Ahora lo cuento con una sonrisa, pero en aquel momento me impactó muchísimo: me sentí la peor persona del mundo y el mayor pesado del planeta. Los demás escritores me dieron buenas respuestas, pero me acuerdo del que me gritó, que fue Umbral.

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