Zaragoza era una fiesta

No me atrevía a huir a Francia, como Vila-Matas, pero Zaragoza podía hacer las veces de capital del Sena, con tal de que yo adoptara unas determinadas costumbres, una indumentaria… Por ejemplo, era fundamental llevar pequeñas libretas en el bolsillo para tomar notas en plena calle, utilizando lápices y gomas de borrar. También había que... Leer más La entrada Zaragoza era una fiesta aparece primero en Zenda.

Feb 4, 2025 - 16:05
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Zaragoza era una fiesta

Ocurrió una tarde de otoño de 1997. Hacía poco más de un año que yo había decidido ser novelista. Antes había querido ser poeta y cineasta; hasta que finalmente recalé en la narrativa. Como Enrique Vila-Matas y toda una pléyade de escritores en ciernes, conocidos o desconocidos, yo también había leído París era una fiesta, las memorias de juventud de Ernest Hemingway, y quería llevarlas a la praxis de inmediato.

No me atrevía a huir a Francia, como Vila-Matas, pero Zaragoza podía hacer las veces de capital del Sena, con tal de que yo adoptara unas determinadas costumbres, una indumentaria… Por ejemplo, era fundamental llevar pequeñas libretas en el bolsillo para tomar notas en plena calle, utilizando lápices y gomas de borrar. También había que portar bajo el brazo varias novelas o manuales de escritura, para que se vieran bien y, por supuesto, era fundamental visitar los cafés literarios de la ciudad. Pero, ¿quedaba en Zaragoza algún café literario…?

"Una tarde acudimos juntos a El Ángel Azul y, lo recuerdo como si fuera hoy, en una de las mesas del fondo, vimos a Ignacio Martínez de Pisón con Félix Romeo y con una mujer que lucía una boina de lana como la del poema de Neruda"

Recuerdo que por aquel entonces compré varias novelas breves, todas ellas de Anagrama: El bandido doblemente armado, de Soledad Puértolas; Amado monstruo, de Javier Tomeo; La ternura del dragón, de Ignacio Martínez de Pisón; Días en China, de Ismael Grasa. Por las tardes, con mis libritos de Anagrama, me iba a determinados cafés, donde me aguardaba una vida literaria inexistente. Cerca de casa de mis padres, en el paseo de Ruiseñores, había uno llamado Nueva Orleans que me resultaba de lo más bohemio. Me sentaba en la mesa del fondo, bajo la luz tenue de una ventana, y me ponía a leer y a subrayar La ternura del dragón. Quería indagar cómo estaba escrita: el léxico, la sintaxis, los signos de puntuación. Todavía hoy, cuando abro el ejemplar, mis notas manuscritas en los márgenes me hacen sonreír por su ingenuidad.

¿Qué ocurrió aquella tarde de otoño de 1997? Alguien me había contado que en el café El Ángel Azul de la calle Blancas se reunían escritores —frente a él se ubicaría años más tarde la mítica librería Los Portadores de Sueños, de Eva Cosculluela y Félix González—. Acababa de empezar a salir con Marta y quedábamos todas las tardes. Ella llegaba sonriente y arreglada y yo la llevaba a los lugares de mi imaginación. Una tarde acudimos juntos a El Ángel Azul y, lo recuerdo como si fuera hoy, en una de las mesas del fondo, vimos a Ignacio Martínez de Pisón con Félix Romeo y con una mujer que lucía una boina de lana como la del poema de Neruda. ¿Podría ser Cristina Grande? Si lo afirmara o negase incurría en una ficción, porque no lo sé. Lo que sí recuerdo es que los tres reían a carcajadas, pero en el murmullo del café sus voces resultaban inaudibles.

"Pero mi afinidad con Ignacio no termina en el colegio. De pronto descubro, leyendo Ropa de casa, que su primer acto creativo fue tal vez la escritura de guiones de cine surrealistas de tan solo varias páginas"

Leer Ropa de casa, las memorias de juventud de Ignacio publicadas por Seix Barral, ha sido como si el plano subjetivo de mis ojos, aquella tarde del 97, se convirtiera en un travelling lento, viscontiniano, que viajara con parsimonia a través de las mesas de El Ángel Azul hasta convertirse en un plano medio que me adentrara en las vidas de los allí reunidos; esos seres: los escritores, que entonces me parecían lejanísimos, casi inalcanzables y hoy, sin embargo, los siento tan cercanos.

Ignacio y yo fuimos al mismo colegio: los jesuitas de Zaragoza, donde su tío, el padre Cavero, fue mi profesor de arte. Y cuando él recuerda cómo este impartía sus clases utilizando “filminas”, me parece oír al padre Cavero empleando esa palabra para designar a las diapositivas. Mi madre solía decirme que Cavero era “marqués”, lo cual quedaba envuelto en un halo de misterio, pues nadie osaría preguntarle tal cosa a aquel hombre cuyo sentido del humor somarda, irónico en grado sumo, casi daba miedo en un colegio donde todo contribuía al temor: la iglesia gigantesca de estilo brutalista, cuyas paredes de ladrillos cruzados parecían la cama de un faquir. O los pasillos anchurosos e infinitos, donde un cura pegaba un grito y sucedía algo hoy día imposible: todos los niños nos poníamos en filas de a dos y comenzábamos a desfilar silenciosos como si estuviéramos en el ejército.

"Para mí, por aquel entonces, Zaragoza era una fiesta más imaginaria que real; pero la fiesta de Ignacio, en el sentido más hemingwayano y realista, sucedió en Barcelona"

Pero mi afinidad con Ignacio no termina en el colegio. De pronto descubro, leyendo Ropa de casa, que su primer acto creativo fue tal vez la escritura de guiones de cine surrealistas de tan solo varias páginas. Y me veo a mí mismo con dieciocho años escribiendo guiones para cortometrajes bajo la influencia de Luis Buñuel, que también fue alumno de nuestro colegio. Recuerdo aquellas noches, cuando aún no quería ser novelista sino director de cine y veía una y otra vez sus películas en cintas de vídeo VHS, o releía sus míticas memorias: Mi último suspiro. Ignacio cuenta que llegó a ver al maestro caminar por la plaza de Santa Engracia en 1979. Ya no era el joven bestial de la Residencia de Estudiantes, aquel que retrató Dalí, sino un anciano enclenque y consumido.

Debo reconocer que para mí, por aquel entonces, Zaragoza era una fiesta más imaginaria que real; pero la fiesta de Ignacio, en el sentido más hemingwayano y realista, sucedió en Barcelona, a donde llegó con su maleta en septiembre de 1982, con la carrera de Filología Hispánica recién terminada, para compartir habitación en un piso modesto de la Gran Vía, próximo a Hospitalet. Cuando María José, su novia, acudía a visitarlo los fines de semana, la incomodidad del piso les llevaba a huir al apartamento de la madre de él en Tarragona; al igual que Marta y yo hacíamos en alguna ocasión con el apartamento de mis padres, también en Tarragona.

"El segundo golpe de suerte fue ser elegido por Jorge Herralde para ingresar en el catálogo de Anagrama con su primer libro de cuentos, Alguien te observa en secreto, que se publicó en septiembre de 1985"

Tras dos años en Barcelona en los que estudió Filología Italiana, el autor reflexiona: Había conseguido prolongar mi feliz vida estudiantil y puede decirse que, iniciada la cuenta atrás para mi ingreso en el mundo real del trabajo y las responsabilidades de los adultos, seguí dedicándome a jugar. Estaba jugando a ser escritor. Afortunadamente para él, en el bienio 1984-85 se sumaron dos merecidos golpes de suerte que sirvieron para consolidar su fe en la literatura. Había escrito esa nouvelle que años después leería yo en los cafés zaragozanos, La ternura del dragón, y consiguió ganar con ella el premio Casino de Mieres. El segundo golpe de suerte fue ser elegido por Jorge Herralde para ingresar en el catálogo de Anagrama con su primer libro de cuentos, Alguien te observa en secreto, que se publicó en septiembre de 1985. Unos meses más tarde, en diciembre, se publicaría también en Anagrama La ternura del dragón, lo cual demuestra la confianza que tenía en aquel joven de 24 años quien era, sin duda, el mejor editor de España.

El principal acierto de Ropa de casa reside, a mi juicio, en no ser un libro de memorias al uso, de los que ocupa seiscientas páginas y relata cronológicamente una vida. Muy alejado de este formato, se trata de un libro de recuerdos y de semblanzas, como lo son París era una fiesta y Mi último suspiro. Los recuerdos son selectivos y epifánicos. Con su relato pretende el autor ir más allá de lo que cuenta, encarnar más de lo que ocupa el texto en las páginas. Respecto a las semblanzas, con apenas dos o tres páginas Ignacio retrata el alma de amigos como Félix Romeo, José Luis Melero, Luis Alegre, José Antonio Labordeta, Miguel Pardeza… y el alma de colegas como Enrique Vila-Matas, Javier Marías, Bernardo Atxaga, Javier Tomeo…

"Ante la ausencia de nuevo libro, Marías vuelve a la carga con una segunda misiva en la cual, en tono cariñoso, confiesa a Ignacio que ha oído decir en círculos literarios que su obra decae, lo cual le parece injusto"

El autor parece a menudo más interesado por cuanto le rodea que por él mismo. Prueba de ello es que apenas cita el contenido o el título de sus libros, los cuales suele mencionar de modo puramente instrumental al relato. Y en esta línea de humildad, llega a preguntarse a quién, aparte de mí y de mis allegados, pueden interesar estas páginas, que cuentan una vida en la que no han pasado grandes cosas (…). Niño en el Logroño de los sesenta, muchacho en la Zaragoza de los setenta, aprendiz de novelista en la Barcelona de los ochenta (…). Uno es escritor desde mucho antes de escribir sus primeras líneas, en esa niñez y en esa juventud está la sustancia de la que luego se va a nutrir su mundo literario (…). Empieza uno tratando de averiguar el escritor que “quiere” ser y termina descubriendo el escritor que “puede” ser.

Citado lo anterior, en la página 201 de Ropa de casa reside el motivo por el cual he decidido escribir esta memoria–reseña en un momento en el que me encuentro algo alejado de la crítica literaria. El autor cuenta cómo su tercer libro, Antofagasta, de 1987, no fue tan bien recibido como los anteriores. Al publicarlo, recibió una carta de Javier Marías en la que el autor de Corazón tan blanco le incitaba: Todo escritor precisa de avances, o de ir agrandando sus ambiciones literarias (…). Tendría mucha curiosidad por leer algo tuyo más “intencionado”, más arriesgado si quieres. Dos años más tarde, ante la ausencia de nuevo libro, Marías vuelve a la carga con una segunda misiva en la cual, en tono cariñoso, confiesa a Ignacio que ha oído decir en círculos literarios que su obra decae, lo cual le parece injusto, pues él considera que tiene un gran talento y teme cierto cainismo de la profesión, que ensalza autores para luego olvidarlos: Quiero decirte que, si te afectan estas cosas, aguantes lo más impertérrito que puedas, sin soberbia y sin abatimiento. Si te sirve de algo, yo creo que tienes mucho talento y que en principio no tiene por qué estropearse si no te dejas amilanar.

"Ignacio reconoce que serán las traducciones, los artículos de prensa y la escritura de guiones los que le ayudarán con el paso de los años a ser mejor novelista"

Ante las palabras de su amigo de entonces, el autor comienza a reflexionar: debe desarrollar un espíritu crítico, que le proteja contra el riesgo más extendido entre los novelistas, que es la autocomplacencia, el creer en la calidad de lo que escribimos por el simple hecho de ser nuestro. Del modo más idealista, Ignacio quiere ser capaz de discernir lo bueno de lo malo, saber sacrificar borradores y renunciar a lo escrito. Esto lo pensaba en 1989, tras recibir la segunda carta de Marías; ahora, con la perspectiva del tiempo, se da cuenta de que a escribir nunca se termina de aprender. Al menos entonces aceptaba su condición de aprendiz, se daba cuenta de que había muchos secretos del oficio que debía desentrañar, muchas técnicas con las que debía familiarizarse.

Ignacio reconoce que serán las traducciones, los artículos de prensa y la escritura de guiones los que le ayudarán con el paso de los años a ser mejor novelista; pero aún más le ayudará el contacto con la calle, con la gente, con la vida… Es por todo ello por lo que considera, como muchos otros autores, que el arte de la novela pertenece a la edad adulta y sedimenta lentamente, con el paso de los años. Recuerdo que esta misma idea la enunció su amigo, el bibliófilo y erudito José Luis Melero, cuando presentó en Zaragoza mi segunda novela: Un amor de Redon.

"No cita el autor su siguiente novela, la poco conocida Nuevo plano de la ciudad secreta, publicada por Anagrama dos meses antes de la muerte de Chuse"

Yo publiqué por primera vez muy tarde y tengo la impresión de que mis tres novelas hasta hoy han sido juegos literarios. Me he divertido mucho escribiéndolas; las he redactado y corregido en apenas un año; de todas me he sentido satisfecho. ¿Será lo mío autocomplacencia…? Ahora me lo pregunto cuando me está costando tanto terminar la cuarta, a la cual le he dado muchas vueltas; he tirado ya muchas páginas; me he cuestionado… Todavía me esperan largos meses de “placentero” esfuerzo, y seguro que también de vacilaciones.

En la página 206 de Ropa de casa terminan las reflexiones del autor sobre el arte novelesco con una pregunta: ¿Y cómo hacer para alcanzar cuanto antes la ansiada madurez? Se respondió entonces que debía viajar; y comienza, hasta el final del libro en la página 297, el relato de sus viajes de aquel entonces; continúan también las semblanzas de amigos, los cambios de domicilio; para concluir con la muerte trágica de Chusé Izuel, el malogrado amigo de Félix Romeo, acaecida en Barcelona en febrero de 1992.

No cita el autor su siguiente novela, la poco conocida Nuevo plano de la ciudad secreta, publicada por Anagrama dos meses antes de la muerte de Chuse. Las palabras de Javier Marías en las páginas 201 a 202 quedan como suspendidas en el aire, otorgan misterio al relato porque el autor ya no vuelve sobre ellas. Esas mismas palabras, vistas desde el presente, casi parecen un oráculo a la vista de las grandes novelas de Ignacio que vendrían después de cerrar la última página de Ropa de casa.

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